Me desperté más tarde de lo habitual, como si el sueño hubiese sido una especie de cortina pesada que alguien hubiera levantado recién con la primera luz. La habitación estaba fría, el tipo de frío que se siente en las paredes antes que en el cuerpo. Cuando me coloqué las medias y bajé por las escaleras, tuve la sensación de que la casa estaba más grande, como si el silencio abriera espacio donde no lo había.
A mitad de la escalera escuché voces. No eran discusiones ni risas, eran voces bajas, sostenidas, como cuando dos personas hablan de algo serio pero no quieren que el resto de la casa se entere. Frené un segundo, dudando si bajar o volver. No quería parecer metida, pero tampoco iba a quedarme en el escalón esperando que terminaran.
Seguí.
Al llegar al pasillo, la voz de Giovanni fue la primera en distinguirse. Sonaba firme, pero tranquila, como si estuviera intentando sostener una conversación delicada sin presionar demasiado. La de Francisco, en cambio, era más baja, con ese tono que usaba cuando creía que cualquier palabra de más podía volverse un problema. Me quedé quieta un instante antes de doblar hacia la cocina, no para escuchar a propósito, sino porque mi cuerpo simplemente dejó de avanzar. Era involuntario. Algo en la forma en la que hablaban me hizo querer esperar.
—No es que no quiera —estaba diciendo Francisco—. Es que no me sale. Desde el accidente… —hizo una pausa larga, como si esa palabra todavía fuera un obstáculo enorme—. No sé, Gio. Es como si todo el mundo hubiera seguido su vida y yo… no.
El silencio después de eso me apretó el pecho. No sabía si moverme o si quedarme quieta. Al final avancé despacio hasta la entrada, aunque todavía no entré del todo, solo me quedé cerca de la puerta abierta.
Giovanni respondió con calma:
—Es normal sentirse así cuando tus padres están como están. Es un proceso largo, duro. Pero aislarte no ayuda, Francisco. Si te cerrás más, vas a sentirte peor. Tenés que hablar. Con alguien. Aunque sea de a poco.
Francisco suspiró, un suspiro que sonó cansado, no físico, sino emocional.
—Intenté hablar con mis amigos. Pero no entienden. Creen que sigo siendo el mismo de antes. O que exagero. O que ya tendría que “estar mejor”.
Hubo un ruido suave, como si Giovanni se hubiera movido en la silla.
—A veces los amigos no saben qué hacer —dijo él—. No porque no les importe, sino porque no tienen herramientas. Pero… mirá, si hablar con ellos te complica, podés intentar algo distinto.
Hubo una pequeña pausa. Yo, del lado del pasillo, sentí que el aire se tensaba un poco.
—¿Qué cosa distinta? —preguntó Francisco, casi con desconfianza.
—Hablar con ella —respondió Giovanni.
Mi estómago dio un salto inmediato. No quería haber escuchado eso, pero tampoco podía des escucharlo.
—¿Con quién? —preguntó Francisco.
—Con Alana —dijo Giovanni como si fuera obvio—. Ella tiene otra forma de ver las cosas, pero es buena. Muy buena. Y te puede hacer bien. Están los dos viviendo momentos raros… y a veces eso ayuda a que dos personas se entiendan más fácil.
Yo dejé de respirar un segundo. La idea de que Giovanni me describiera así… me generó algo parecido a vergüenza, pero también una cierta calidez inesperada. No sabía cómo sentirme. Era raro escucharlo desde afuera, como si alguien hubiera puesto en palabras algo que yo misma no había pensado tan claramente.
Francisco respondió después de unos segundos:
—Ya sé que ella es buena… —su voz sonó sincera, casi tímida—. Pero no quiero que piense que soy raro. O que estoy roto. Y no sé si… si ella querría ser amiga de alguien como yo.
Mi corazón dio un vuelco tan repentino que me tuve que apoyar en la pared. No sabía por qué me afectaba tanto escucharlo hablar de sí mismo así. Sentí una mezcla de ternura y una indignación suave hacia ese mundo que lo había dejado tan solo que ahora dudaba de su propio valor.
Giovanni soltó una risa mínima, de esas que buscan sacar tensión sin burlarse.
—Francisco, escuchame. Ella no es como los demás. Y vos tampoco. No necesitás encajar. Solo necesitás no desaparecer.
Hubo otro silencio. Esta vez más largo. Y dentro de ese silencio sentí que estaba escuchando algo que no me correspondía, pero que, aun así, ya me pertenecía. Me quedé quieta, sin moverme, intentando entender qué se esperaba de mí después de esto.
—Lo voy a pensar —dijo finalmente Francisco—. Pero no prometo nada. No es fácil hablar con gente nueva.
Y ahí fue donde algo se acomodó dentro de mí. Como si las piezas de un rompecabezas hubieran estado desordenadas durante días y recién ahora empezaban a encajar. Yo no había buscado esto. No lo había planeado. Pero al escucharlo decir “no es fácil”, me dieron ganas de ayudarlo, de ofrecerle algo parecido a un puente.
Respiré hondo, recuperando el movimiento. Entré en la cocina como si no hubiera escuchado nada.
Giovanni me saludó con normalidad. Francisco levantó la vista apenas. Noté que tenía la expresión tensa, como si todavía estuviera pensando en la conversación anterior. O como si temiera que yo hubiera escuchado algo que no debía.