Los primeros dos días no me alarmaron. A decir verdad, ni siquiera me sorprendieron. Francisco nunca había sido una presencia constante en Gramsci : aparecía a destiempo, subía alguna foto aislada que el algoritmo empujaba al fondo, desaparecía durante semanas o contestaba un mensaje tres días después sin dar explicaciones. Era parte de su forma de existir, de su relación con el mundo, de esa manera silenciosa en la que parecía estar y no estar al mismo tiempo.
Por eso, cuando pasé un día entero sin ver actividad suya, me convencí de que era normal. No necesario, no ideal… pero normal.
Me repetí que no había motivo para pensar en él. Y sin embargo, pensé.
Mientras me vestía, sentí que el gris de la mañana se filtraba también en mí, como si el día entero hubiera decidido bajar el volumen sin consultarme. No había nada objetivamente distinto: la misma luz opaca entrando por la ventana, el mismo crujido del piso de madera cuando caminaba, el mismo olor tenue a pan tostado y café desde la cocina. Pero había algo que no terminaba de encajar, una especie de silencio previo, como cuando una película pausa justo antes de mostrar algo importante.
Me quedé un momento quieta frente al espejo, con el teléfono en la mano, dudando si abrir Gramsci otra vez. No hacía ni dos minutos que lo había cerrado, pero esa ausencia suya se me había vuelto una especie de presión muda que intentaba ignorar. No lo abrí. Guardé el celular en el bolsillo y bajé las escaleras despacio, como si cada escalón pudiera ofrecerme una respuesta o confirmarme si de verdad había algo mal. Y a medida que descendía, el aire cambiaba: no era frío ni pesado, pero sí distinto, más contenido, como si la casa entera estuviera exhalando con cuidado para no romper algo delicado.
La mañana del tercer día amaneció gris, pero no de tormenta, era ese gris plano, sin profundidad, que convierte todo en una versión más apagada de sí mismo. El sonido del portón abriéndose fue lo primero que escuché, seguido del ruido familiar de la cafetera que Elena usaba cada mañana y del arrastre lento de las sillas en la planta baja. Antes, esos ruidos me parecían ajenos, como si pertenecieran a otra vida. Pero ahora tenían algo que se parecía mucho a una rutina, algo que empezaba a ordenarme por dentro, aunque yo todavía no supiera dónde me ubicaba realmente en esta casa.
Mientras me vestía, hubo un segundo uno mínimo, apenas un gesto automático en el que agarré el teléfono sin querer admitir el motivo. Abrí Gramsci .
Nada.
Ni historias, ni publicaciones nuevas. Ni siquiera el pequeño punto verde que aparecía a veces cuando él se conectaba unos segundos. Era como mirar una habitación vacía que antes tenía luz. Cerré la aplicación rápido, como si ese gesto pudiera frenar el pensamiento que empezaba a colarse entre mis costillas. Me dije que estaba exagerando. Que él era así. Que nada tenía por qué ser diferente esta vez.
Bajé por la escalera sintiendo ese silencio espeso que no suele ser parte de una casa habitada. No era el silencio calmado del amanecer, era uno tenso, como si algo estuviera fuera de lugar pero nadie supiera exactamente qué.
Pero más allá de lo que veía, había algo en cómo ocupaban el espacio que me puso alerta. La cocina no estaba desordenada ni ruidosa, pero tampoco viva. Era como si cada objeto la olla al fuego, la taza a medio servir, el diario sin leer hubiera quedado suspendido en mitad de un movimiento. Tuve la impresión de que habían interrumpido una conversación apenas escucharon mis pasos bajar por la escalera, una conversación que los había dejado tensos, como si intentaran retener adentro un problema que no querían que se derramara sobre mí. Esa contención, ese esfuerzo por mantener la normalidad, fue lo primero que me hizo entender que algo no estaba bien, incluso antes de que dijeran una sola palabra.
Cuando entré al comedor, lo entendí. Elena estaba de espaldas, inclinada sobre la olla del desayuno, pero revolvía sin ritmo, sin atención real, como si necesitara mover algo solo para no quedarse quieta. Giovanni estaba sentado con el diario, pero no leía: sostenía la hoja abierta sin pasarla, con la mandíbula apretada.
Nada parecía fuera de lo normal a simple vista. Pero había una vibración sutil entre ellos, como si hubieran hablado de algo importante justo antes de que yo bajara.
—Buenos días —dije, intentando sonar igual que siempre.
Elena se giró, sonrió, pero la sonrisa no le llegó a los ojos.
—Buenos días, tesoro.
Giovanni me saludó apenas con la cabeza, un gesto amable pero ausente.
La tensión, aunque suave, estaba ahí. Tan clara como si alguien la hubiera apoyado sobre la mesa. Sentí el impulso de preguntar, pero me aguanté unos segundos. No quería parecer metida ni dar por sentado algo que quizá no tenía nada que ver con Francisco. Pero bastaron unos pocos minutos de silencio para que la pregunta saliera sola.
—¿Francisco bajó?
Elena se detuvo. Fue un movimiento mínimo: un segundo de quietud, como cuando alguien contiene un pensamiento para no soltarlo todo de golpe. Dejó la cuchara dentro de la olla y respiró profundamente, demasiado profundamente para algo tan simple.
—No —dijo finalmente—. Ayer tampoco bajó. Pensé que estaba cansado, pero… hoy tampoco.
Se hizo un silencio corto pero pesado. Giovanni cerró el diario, aunque no terminó de soltarlo.