Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo diez – “El idioma del silencio”

Las palabras entre nosotros fueron escasas después de aquella noche, casi tímidas, como si los dos tuviéramos miedo de empujar algo que apenas empezaba a sostenerse. Pero, aunque habláramos poco, la presencia cambió. Algo en su modo de aparecer o de no esconderse se volvió más sólido, menos huidizo. Como si la oscuridad de los días anteriores hubiera dejado una marca silenciosa que ahora nos hacía mover de otra manera.

A la mañana siguiente, cuando bajé al comedor, no esperaba verlo. No después de todo lo que había pasado. Pero ahí estaba: sentado frente a una taza de café casi intacta, el cabello revuelto como si hubiera dormido mal o casi no hubiera dormido. No me miró enseguida, tenía los ojos puestos en la mesa, en un punto fijo que parecía sostenerlo. Elena estaba cerca, moviéndose con cuidado. Yo no dije nada al principio. Él tampoco.

Y, aun así, la atmósfera era distinta a la de los últimos cuatro días. No había tensión contenida como antes, ni esa alarma muda que hacía que todos respiráramos bajito. Había algo más suave, una calma frágil. Me senté frente a él sin hacer ruido. Su mirada se levantó apenas Y entonces, sin palabras, me dedicó el gesto más sutil que había visto en él: una inclinación mínima de cabeza, casi un saludo, casi un “estoy acá”.

No hablamos, aunque no parecía hacer falta porque esa mañana, por primera vez desde su apagón, él decidió no desaparecer.

Salir juntos hacia la escuela se convirtió en algo que simplemente ocurrió, sin coordinación previa. Yo agarré mi mochila, él se puso una campera ligera y caminamos hacia la puerta casi al mismo tiempo. Elena nos acompañó hasta el marco, aunque disimulara el impulso. Tenía ese brillo raro en los ojos, ese que mezcla alivio con miedo, como si temiera que un movimiento brusco pudiera deshacer lo que recién empezaba a recomponerse.

El camino fue silencioso, pero un silencio diferente al de los días anteriores. No era una ausencia, no era una distancia. Era más bien una comodidad cautelosa. Como si ambos estuviéramos aprendiendo un nuevo ritmo.

La calle estaba húmeda por el rocío de la mañana, y el aire tenía ese olor a pasto mojado que siempre aparece antes del otoño. Caminábamos lado a lado, sin apuro. A veces, nuestros brazos se rozaban por accidente y él hacía un pequeño gesto, como si quisiera disculparse sin decirlo. Yo no respondía, pero tampoco me alejaba. Era un lenguaje nuevo: uno que se construía en los bordes de las cosas.

Por un momento, pensé en hablar, en preguntarle si había dormido o si quería que le contara lo que se había perdido en clase los últimos días. Pero algo en su postura, en cómo respiraba, me detuvo. Y ahí lo entendí con una claridad simple: la recuperación también necesitaba espacio.

Yo lo ofrecí sin explicarlo y él parecía agradecer sin decirlo.

En la escuela, noté otra cosa. Él ya no se mantenía tan aparte de nosotras. No hablaba con Eda ni con Lucía tampoco lo hacía antes, pero esta vez no evitaba mis movimientos. Si yo me detenía junto a mi casillero, él se apoyaba contra la pared cerca. Si yo entraba al aula, él esperaba un segundo y entraba después. No como una sombra, no como alguien que sigue: era más bien como si buscara permanecer en un lugar donde su cabeza no pudiera irse demasiado lejos.

Y aunque su cuerpo tenía un cansancio que se notaba incluso en la forma en que sostenía la mochila, había algo distinto en él. Algo que yo jamás le había visto: un pequeño intento. Una chispa. Una voluntad suave, casi tímida, pero real.

La mañana pasó así, con él cerca pero sin invadir, conmigo cerca pero sin presionar. Y por primera vez, noté que Gramsci no existía entre nosotros. No hacía falta. No lo abrimos. No nos buscamos por ahí. El vínculo se había movido hacia otro terreno, uno más tangible y menos volátil. Uno que no desaparecía por un algoritmo o por un bloqueo mental.

Esa tarde, después de clases, caminamos de regreso sin coordinarnos y sin preguntarnos nada. Era como si nuestros pasos hubieran aprendido a alinearse solos. Él llevaba una cámara colgando del cuello, una que nunca le había visto usar en persona, aunque sí le había visto subir fotos viejas con ese estilo suyo tan cuidadoso.

Lo miré de reojo.
—¿Te gusta la fotografía? —pregunté, con suavidad, sin atravesar la calma.

Él bajó la vista a la cámara y se le dibujó algo en la cara. No era una sonrisa abierta, pero sí un gesto luminoso, como si una parte escondida de él hubiera escuchado su nombre.

—Mucho —dijo.

Seguimos caminando y él comenzó, sin que yo lo pidiera, a contarme pequeñas cosas: que la cámara había sido un regalo de su abuelo, que le gustaban las fotos de cosas que la gente no mira dos veces, como los bordes de las veredas o los reflejos en los vidrios. Que siempre había querido estudiar dibujo en serio, pero nunca había encontrado el momento o la valentía.

Lo que más me sorprendió no fueron las palabras en sí, sino que las compartiera.
Porque eso ya era un cambio. Pequeño, pero enorme en él.

Y mientras lo escuchaba, descubrí algo más:
Francisco no era solo ese chico silencioso, retraído y lleno de sombras que se cerraba cuando algo lo lastimaba. Había una parte suya luminosa, curiosa, casi torpe en lo emocional. Tenía algo de perro golden retriever en la mirada.
Esa mezcla de dulzura, atención y un deseo auténtico de conectar que aparece cuando alguien deja caer las defensas sin darse cuenta.




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