El día después de que todo cambiara entre Francisco y yo amaneció con una calma rara, de esas que parecen hechas de algodón húmedo. El cielo estaba pálido, casi sin color, y la luz entraba por la ventana con un brillo opaco que no iluminaba del todo nada. Me desperté antes de que sonara la alarma, sin necesidad de mirar el teléfono para saber que la noche había sido corta y demasiado llena de pensamientos. Durante varios minutos permanecí quieta, escuchando los sonidos de la casa: el piso crujiendo levemente, el murmullo del viento colándose por la rendija de la persiana, un golpe suave que venía de la cocina probablemente era Elena moviendo una olla o acomodando tazas. Nada de eso era nuevo, pero esa mañana todo llegaba con más nitidez, como si mi cuerpo estuviera en un estado de anticipación silenciosa.
Apenas me senté en la cama, el teléfono vibró una vez, y esa simple vibración fue suficiente para tensarme. No porque esperara un mensaje de Francisco sino porque desde la noche anterior, cualquier contacto con el aparato parecía tener un peso distinto, como si la pantalla se hubiera convertido en una extensión de algo que no terminaba de entender. Lo tomé con cierta cautela y lo desbloqueé, más por impulso que por necesidad.
La notificación estaba ahí, brillante y pequeña, ocupando un espacio mayor del que debería:
Gramsci: “Hemos detectado un cambio en tu actividad emocional. ¿Deseas recomendaciones para estabilizar tus interacciones?”
Parpadeé varias veces, como si eso pudiera explicarme por qué la frase me sonaba tan… invasiva. No era la primera vez que la app soltaba mensajes extraños recomendaciones vagas, recordatorios automáticos, sugerencias de desconexión pero nunca había sido tan directa, tan personal. Cerré la notificación sin responder, intentando no darle importancia, aunque la sensación de haber sido observada persistía como un hilo tenso en el pecho.
Me levanté, me cambié despacio, dejando que cada movimiento me devolviera un poco al mundo físico. Pero aun así, mientras me ponía los zapatos, sentí que mi mente seguía parcialmente atrapada en esa frase, en ese “actividad emocional” que implicaba que algo dentro de mí había sido medido, interpretado, clasificado. Era absurdo, pero me incomodaba más de lo que estaba dispuesta a admitir.
Bajé las escaleras con la misma cautela que llevaba dentro. La casa estaba en un extraño equilibrio: ni silenciosa ni ruidosa, sino suspendida en una especie de calma expectante. Cuando llegué a la cocina, encontré a Elena de pie junto a la mesa, preparando el desayuno. No tenía la postura rígida de los días más difíciles, pero sí un aire de suavidad distinta, como si se estuviera permitiendo respirar con un poco más de libertad. Giovanni estaba inclinado sobre la encimera, revisando algo en su teléfono, pero al escuchar mis pasos levantó la vista y me dedicó una sonrisa corta, leve, pero real.
—Buenos días, Alana —dijo Elena, y esta vez su voz tenía un calor más auténtico.
—Buen día —respondí, sintiendo que algo se aflojaba en mi pecho sin que supiera por qué.
No tardé en entenderlo.
Francisco entró en la cocina apenas dos minutos después. Despacio, con ese modo de caminar que parecía medir el mundo en silencio, pero más presente que en días anteriores. No estaba completamente bien; eso era evidente. Su cabello estaba desordenado, y tenía esa luz cansada en los ojos que aparece cuando alguien ha dormido poco y ha pensado demasiado. Pero había algo diferente en él, algo que no estaba allí los días previos: una disposición a estar, aunque fuera en silencio.
Se sentó frente a mí sin decir nada, y por un segundo pensé que aquello podía volverse incómodo. Pero no. La quietud que se instaló entre los dos tenía una cualidad nueva, casi confortable, como si la conversación no fuera necesaria para justificar el espacio compartido. Elena nos miró de reojo varias veces, con una mezcla de alivio y sorpresa contenida, como si no quisiera interferir en algo que apenas estaba tomando forma. Giovanni, por su parte, fingía leer, pero su sonrisa leve lo delataba.
Tomamos desayuno sin intercambiar más que miradas cortas y un par de gestos mínimos para pasar la manteca o el pan. Nada más. Pero era suficiente. Era una normalidad tímida, precaria, pero real. Y yo sentí, por primera vez en días, que el peso en mi pecho no era solo angustia, sino también la sensación extraña de estar entrando en un vínculo que se construía en un idioma que no necesitaba palabras.
Terminamos de desayunar casi al mismo tiempo, y cuando me levanté para buscar mi mochila, Francisco hizo lo mismo. Caminamos juntos hacia la puerta sin ponernos de acuerdo, como si ambos hubiéramos entendido que ese era el nuevo ritmo. No decir nada era parte del acuerdo tácito. Afuera, el aire frío nos envolvió con un frescor que contrastaba con el calor leve de la cocina. Anduvimos en silencio por varios minutos, oyendo el ruido de nuestros pasos sobre la vereda húmeda.
En ese silencio, sin embargo, no había distancia. Había compañía.
A mitad de camino, mi teléfono vibró de nuevo. No quería mirarlo, pero el impulso fue más fuerte. Lo saqué del bolsillo mientras caminaba, sin detenerme. Otra notificación:
Gramsci: “Tendencia detectada: reducción del flujo social. Sugerimos retomar conexiones previas para evitar desapego.”
El mensaje me golpeó de una forma extraña, desagradable. No me gustó su tono, ni su presunción de que sabía algo sobre mí. Ni esa palabra: desapego. Como si mi vida pudiera medirse en una gráfica. Como si la aplicación decidiera qué era bueno o malo en mis relaciones humanas.