Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo doce – “El invierno por venir”

La mañana comenzó con una claridad suave, una luz tenue que entraba por las cortinas como si no quisiera imponerse del todo. Me desperté antes de que el sonido del portón me avisara que Giovanni ya había salido al jardín a revisar las plantas o a mover alguna herramienta. Durante unos segundos permanecí acostada, tratando de descifrar si aquella sensación en mi pecho era cansancio atrasado o una forma nueva de inquietud. No era tristeza, tampoco ansiedad; era algo intermedio, una especie de expectación silenciosa que no sabía si interpretar como algo bueno o algo que debía vigilar.

El cuarto estaba frío, no de invierno, sino de esa frialdad que queda cuando una habitación no se utiliza como refugio emocional sino como un simple espacio para dormir. Me levanté despacio, con movimientos torpes, porque el sueño había sido intermitente y la cabeza todavía no terminaba de acomodarse. Mientras me cambiaba, pensé en Francisco sin querer hacerlo, recordando la expresión concentrada que había tenido la tarde anterior mientras revisaba unas hojas en blanco, como si buscara algo dentro de sí mismo y todavía no supiera cómo sacarlo.

Cuando bajé a la cocina, encontré a Elena preparando café. No llevaba el delantal puesto, lo cual era una señal de que la mañana empezaba más liviana de lo habitual. Giovanni estaba sentado en la mesa revisando un cuaderno, quizás anotaciones de trabajo o de la huerta, aunque su postura relajada decía que no era algo urgente.

—Buenos días, Alana —dijo Elena, con una sonrisa más luminosa que las de días anteriores.

Asentí y me acerqué a la mesa. Había tostadas, frutas cortadas y un tarro pequeño de mermelada casera. La escena tenía algo familiar, casi doméstico, y aun así no terminaba de parecerme propia. Me senté sin hacer ruido. Elena se movía con esa eficiencia amable que tenía siempre, pero cada tanto miraba hacia el pasillo, como si esperara ver aparecer a Francisco en cualquier momento.

Y apareció.

Bajó por las escaleras con paso tranquilo, la cabeza un poco inclinada hacia adelante, el cabello aún húmedo y enredado. Pero se veía distinto: más despierto, más enfocado, como si hubiera recuperado un fragmento de sí mismo durante la noche. No saludó con palabras, solo levantó la mano en un gesto mínimo, casi tímido, pero suficiente. Elena le ofreció un plato con tostadas y él lo aceptó sin resistencia. Se sentó frente a mí y por un instante pensé que nuestro silencio podía volverse tenso, pero no. La quietud entre los dos se acomodó con naturalidad, como si ya formara parte del aire que compartíamos.

Mientras tomábamos desayuno, me di cuenta de que Francisco estaba mirando algo sobre la mesa. No era la comida, tampoco el teléfono: era una pequeña caja de madera que Elena había dejado al lado de la panera. Cuando Elena notó su mirada, se acercó y la abrió. Adentro había pinceles limpios, algunos nuevos, aún con el plástico. La expresión de Francisco cambió apenas, no mucho, pero sus ojos se suavizaron de una forma que no le había visto en días.

—Eran tuyos —dijo Elena, con voz delicada—. Los encontré guardados en tu escritorio. Pensé que… capaz te hacían falta.

Él no respondió de inmediato. Pasó el dedo por las cerdas de un pincel como quien toca algo frágil, algo que no está seguro de merecer o de poder sostener.

—Gracias —murmuró al final, sin levantar la vista.

La atmosfera se volvió más cálida. No porque hubiera ocurrido algo grande, sino porque en ese gesto pequeño había una especie de esperanza. Un movimiento hacia afuera.

Terminamos de desayunar y Francisco guardó la caja de pinceles bajo el brazo antes de levantarse. Cuando nos tocó salir hacia la escuela, caminamos juntos sin necesitar acordarlo. El trayecto hasta el portón fue silencioso, pero no incómodo; era un silencio compartido, como los que empiezan a aparecer cuando dos personas se entienden sin hablar demasiado.

Al cruzar la esquina, volví a sentir la vibración del teléfono. Por un momento pensé en ignorarla, pero el impulso de revisar fue más fuerte. La pantalla mostraba un mensaje que parecía demasiado calculado para ser casual.

Gramsci: “Hemos notado variaciones en tu tono emocional. Te sugerimos mantener interacciones consistentes para evitar desbalances.”

Guardé el teléfono sin pensar, cerrando la mano con más fuerza de la necesaria. Francisco miró de reojo, quizás por el movimiento brusco, pero no dijo nada. Había aprendido a leer ese tipo de tensiones sin preguntar. Seguimos caminando, dejando que el frío matutino disipara cualquier incomodidad. En el colegio, cada uno tomó rumbo hacia su aula, pero la despedida fue diferente: un gesto leve suyo, una inclinación de cabeza apenas perceptible, cargada de un reconocimiento silencioso. Me quedé con esa imagen mientras caminaba por el pasillo.

Aun después de que él doblara hacia su salón y yo hacia el mío, la sensación de su presencia siguió acompañándome, como si ese gesto mínimo hubiera dejado un eco suave que me caminaba por el pecho. Mientras avanzaba por el pasillo, sentí cómo el colegio retomaba su ritmo habitual el ruido de lockers cerrándose, voces que se cruzaban entre sí, pasos apurados, pero todo me llegaba con un leve retraso, como si mis pensamientos no terminaran de alinearse con lo que estaba pasando afuera. Era una especie de transición lenta, un intento torpe de pasar del mundo que compartíamos en silencio a la rutina que esperaba que yo funcionara sin interrupciones. Y aunque lo intentaba, algo en mí seguía regresando a ese gesto suyo, a lo que significaba sin necesidad de explicarlo.




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