Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo trece – “Los días cortos”

El invierno cayó de golpe, sin previo aviso, como si alguien hubiera decidido bajar la temperatura de un día para el otro sin dejar margen para acostumbrarse. La mañana en que lo noté por primera vez no pasó nada extraordinario: el cielo estaba cubierto, el aire era más áspero, y el vidrio de la ventana tenía esa capa fina de frío que obliga a apoyar la palma con cuidado. Sin embargo, dentro de mí algo cambió con una rapidez incómoda, como si mi propio ánimo hubiera adoptado el mismo clima sin pedírmelo.

Me desperté antes que la alarma, con una pesadez extraña en el cuerpo, esa clase de cansancio que no viene del sueño sino del pensamiento acumulado. Por un momento no supe si tenía frío o si era simplemente tristeza disfrazada de temperatura baja. Me quedé quieta escuchando la casa: el ruido distante del portón, el golpecito de una cuchara contra una taza, el viento filtrándose por la persiana. Era un sonido normal, cotidiano, pero lo sentí como un recordatorio del día que tenía por delante, largo y probablemente denso.

El teléfono vibró sobre la mesa de luz. No me moví para agarrarlo. Había aprendido que la vibración era un aviso doble: uno del mundo de afuera, otro del que estaba adentro mío. Y esa mañana ninguno de los dos me hacía sentir lista. Igual, después de unos segundos, estiré la mano y lo desbloqueé más por costumbre que por interés.

No había mensajes de Francisco. Tampoco lo esperaba. Él venía teniendo días buenos y días retraídos, como si la calma de la cascada hubiera sido una tregua temporal, no un cambio definitivo. Y yo lo aceptaba, o al menos intentaba aceptarlo. Pero esa falta de respuesta me despertó un nudo discreto en el pecho, una mezcla de preocupación y resignación que no sabía cómo acomodar.

Me cambié despacio, tomándome tiempo con cada prenda, como si vestirme fuera una forma de sostenerme. Bajé las escaleras con el ritmo que tenía últimamente: no lento, no rápido, simplemente medido, como si el propio cuerpo buscara no llamar la atención en medio del clima emocional general.

La cocina estaba tibia, iluminada por una luz amarillenta que hacía que todo pareciera más tranquilo de lo que realmente estaba. Elena preparaba café; Giovanni estaba sentado, mirando el celular con expresión seria, aunque al verme levantó la vista y me dedicó una sonrisa suave, un gesto que agradecí sin decirlo.

—Buen día, Alana —dijo Elena, con ese tono que siempre suena a abrazo, incluso cuando está cansada.

—Buen día —respondí, sentándome en la mesa.

Francisco no estaba todavía. Elena evitó mirarme directamente al mencionarlo, lo cual fue suficiente para entender que él había tenido una de sus mañanas silenciosas. Y no era que estuviera mal, pero sí… más adentro de sí mismo. Más lejos.

La ausencia de él hacía la habitación más grande, más vacía. No de forma dramática, sino de ese modo sutil que solo se nota cuando una presencia empieza a formar parte de la rutina. Y esa mañana, su falta de presencia me pesó más que en días anteriores.

Mientras desayunábamos, la conversación fue mínima. Giovanni comentó algo sobre el clima, Elena habló de una receta que quería probar, y yo asentí en los momentos adecuados. Pero la distancia interna seguía ahí, como si mis pensamientos caminaran unos pasos detrás de mí.

En el trayecto hacia el colegio, el frío me caló más hondo de lo que debería. No tenía puesta demasiada ropa, pero la sensación no venía de la superficie, sino de adentro. Ese bajón que había empezado a insinuarse no tenía forma aún, pero sí una presencia reconocible, como una sombra que se desliza sin hacer ruido.

En el aula, las cosas no mejoraron. No me costaba prestar atención; simplemente no tenía energía para sostenerla. Eda y Lucía hablaban, reían, hacían chistes entre ellas, y yo intentaba acompañar la conversación, pero mis respuestas eran más automáticas que reales. En un momento, Lucía me miró más de la cuenta.

—¿Estás bien? —preguntó, con esa mezcla de curiosidad y cuidado que siempre tiene.

—Sí. Solo cansada —respondí, demasiado rápido.

No insistió, pero su mirada quedó flotando un rato en mí, como si no terminara de creerme.

El día siguió así: lento, blando, como si tuviera bordes difuminados. Al volver a la casa, pensé que encontraría a Francisco bajando las escaleras o sentado en la mesa con sus cuadernos, pero no. Su puerta estaba entrecerrada, y eso decía lo suficiente sin necesidad de palabras.

Me encerré en mi cuarto, no con la intención de aislarme, sino porque necesitaba un lugar donde el cansancio no tuviera que esconderse. Me senté frente al escritorio y abrí el cuaderno donde a veces anotaba pensamientos sueltos. No era un diario formal, más bien un espacio caótico donde volcaba cosas que no sabía cómo nombrar.

Esa tarde escribí por primera vez en semanas.

No sobre él. No sobre la casa. Sobre mí.

Sobre ese peso raro en el pecho. Sobre la distancia de mi gente, de mi país, de lo que yo era antes de llegar. Sobre la responsabilidad silenciosa que cargaba sin querer, la que decía que no podía desmoronarme porque él todavía estaba recuperándose, porque su sombra seguía cerca de la superficie. Y porque si los dos caíamos al mismo tiempo, tal vez no habría nadie para sostener el equilibrio.

Las palabras salían torpes, desordenadas, pero al ponerlas sobre el papel sentí un alivio extraño, como si estuvieran formando un camino mínimo por donde podía respirar. No las iba a mostrar. No aún. Pero necesitaba escribirlas.




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