El día siguiente al que había terminado amaneció con la misma luz apagada que ya empezaba a volverse una constante en mi cuerpo. El invierno todavía no era pleno, pero se sentía como si hubiera llegado antes de tiempo solo para instalárseme en el pecho. Cuando abrí los ojos, tuve la sensación de que algo me estaba tirando hacia abajo desde adentro, un peso que no venía de una sola cosa sino de muchas pequeñas acumulaciones: la distancia de casa, la soledad que todavía me seguía acompañando aunque no la nombrara, las semanas sosteniendo a Francisco sin descanso, y la imposibilidad de admitir que yo también tenía mis propias grietas.
Me quedé un rato acostada, mirando el techo. No tenía ganas de moverme. La habitación estaba fría, no de una manera insoportable, pero suficiente como para hacerme consciente del aire en cada respiración. Había aprendido a pasar por alto estas sensaciones en otros momentos, pero esa mañana todo se sentía más pesado, más lento. Y al mismo tiempo, sabía que no podía quedarme ahí. Francisco llevaba días oscilando entre la calma y la tristeza silenciosa, y aunque parte de mí sabía que no era responsable de él, otra parte más fuerte todavía actuaba como si lo fuera. No podía simplemente apagarme porque él seguía necesitando que estuviera presente.
El eco de esa responsabilidad me impulsó a levantarme, aunque el movimiento se sintió mecánico. Me cambié sin demasiada atención, dejando que mis manos eligieran la ropa por mí. Cuando bajé las escaleras, el olor a pan tostado y café me recibió, pero incluso esos aromas cálidos parecían diluirse antes de llegar del todo a mí, como si también ellos se hubieran cansado un poco.
Elena estaba de espaldas, moviendo una taza en círculos como si la simple acción pudiera anclarla. Giovanni estaba sentado a la mesa, revisando papeles, pero su postura tenía la rigidez de alguien que no había dormido bien. Ninguno me miró inmediatamente, y por un momento sentí que yo también era parte del ambiente silencioso y tenso que ellos trataban de mantener estable.
Cuando por fin levantaron la vista, intentaron sonreírme, los dos. Fueron sonrisas cortas, amables, pero con ese brillo apagado que solo aparece cuando la preocupación está demasiado presente como para ocultarla del todo.
A Francisco no lo vi de inmediato. El segundo piso estaba en silencio absoluto, y ese silencio tenía una textura distinta: no era calma, era vacío. Me pregunté si estaría durmiendo o simplemente encerrado en su cuarto, mirando al techo como yo había hecho minutos antes. La incertidumbre me pinchó, pero traté de no darle demasiadas vueltas. Ya sabía que mis pensamientos podían ser crueles si los dejaba correr sin freno.
Desayuné sin apetito. Cada bocado me sabía más a obligación que a alimento. Elena me observaba de vez en cuando, con esa mirada suya que parecía querer decirme algo sin imponerme nada. Giovanni también me miraba, aunque con más discreción. Me di cuenta de que estaban atentos, no solo a Francisco, sino también a mí. O quizá lo estaban solo porque sabían que él y yo pasábamos demasiado tiempo juntos y temían que su estado me arrastrara sin que me diera cuenta. No los culpaba por eso. Yo misma tenía miedo de estar metiéndome en un lugar emocional demasiado profundo sin saber si tenía fuerzas para sostenerlo.
Subimos al colegio sin cruzarnos con Francisco. Me inquietó, pero no dije nada. Durante el trayecto, Eda me miró varias veces con el ceño fruncido, como si estuviera esperando que yo completara un pensamiento que ella no podía leer. Inventé excusas simples: “Dormí mal”, “Estoy cansada”, “Es el frío”. Ninguna era mentira, pero ninguna era la verdad completa.
En el instituto la mañana avanzó sin ningún tipo de ritmo. Tenía la cabeza dispersa, llena de pensamientos que no se organizaban ni se detenían. En un momento, mientras copiaba un ejercicio, me di cuenta de que estaba escribiendo sin entender qué estaba poniendo en el cuaderno. Mi mente no estaba conmigo, estaba en la casa, en la puerta del cuarto de Francisco, en las cosas que yo misma no me permitía sentir por miedo a que él las percibiera.
Al mediodía, cuando el timbre anunció el recreo, me quedé sentada sin levantarme. Lucía me llamó para ir a la cantina, pero le dije que no tenía hambre. Ella insistió un poco, pero no demasiado; algo en mi voz debió haberle dicho que no era el momento. Me quedé sola con mi cuaderno abierto, mirando la página sin enfocarme en nada. Y ahí, sin pensarlo, empecé a escribir.
No era un ejercicio escolar ni un texto largo. Solo frases sueltas que salían en desorden:
Acompañar es esperar que el otro no note que te estás rompiendo vos también. Acompañar es no tener un lugar donde caer porque el otro lo necesita más.
Cuando terminé de escribir esas dos líneas, me quedé quieta, mirando la letra temblorosa. No sabía si me hacía bien o mal ponerlo en palabras, pero verlas escritas me provocó un alivio breve, pequeño, como si hubiera sacado un poco de aire acumulado. Cerré el cuaderno antes de que alguien pasara cerca y lo viera.
Cuando regresé a casa, lo primero que noté fue el sonido cerrado de una puerta golpeada en el piso superior. No había sido un portazo fuerte, pero sí uno tenso, de esos que alguien cierra cuando está perdiendo paciencia. Mi pecho se apretó. Elena salió de la cocina con una expresión alarmada, y Giovanni apareció detrás con el ceño profundamente fruncido.
—¿Qué pasó? —pregunté, aunque ya lo sabía.
Elena tragó saliva antes de responder, como si en ese gesto intentara contener algo que estaba a punto de desbordarse.