Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo quince – “Fragmentos”

El día después del derrumbe emocional de Francisco amaneció turbio, con ese tipo de luz que no ilumina sino que desdibuja los bordes de todo. La casa entera parecía impregnada de una humedad invisible, como si hubiera absorbido el malestar de la noche anterior y ahora lo devolviera en pequeñas dosis. Me desperté tarde, con el cuerpo pesado y una sensación profunda de no haber descansado en absoluto. Había soñado con pasillos oscuros, con puertas cerradas, con voces distantes que no podía terminar de entender. Cuando abrí los ojos, sentí ese vacío inmediato que se instala antes que cualquier pensamiento: un silencio mental denso, como si el día empezara en negativo. No necesité revisar el teléfono para saber que el clima emocional seguía igual de tenso que antes; bastaba con mirar la ventana empañada, el cielo sin forma, las sábanas revueltas a mi alrededor, para entender que nada había mejorado.

Bajé las escaleras despacio, casi arrastrando los pies. El ambiente era distinto: ni siquiera estaba ese silencio cuidadoso que caracterizaba los días complicados, sino uno más quebrado, más áspero, con bordes irregulares que se sentían incómodos al respirarlos. Elena estaba apoyada contra la mesada, con las manos agarradas al borde como si necesitara sostenerse. Tenía el cabello desordenado, los ojos hinchados y una expresión perdida que intentaba disimular sin éxito. Giovanni estaba sentado a la mesa, pero no tenía nada delante: ninguna taza, ninguna tostada, ni siquiera el diario. Solo sus manos entrelazadas, apretadas, y la mirada fija en un punto del mantel.

Me detuve un segundo en el último peldaño. No sabía si debía hablar o esperar. Pero apenas avancé tres pasos hacia la cocina, Elena levantó la vista y supe que algo había cambiado, algo grande, algo que no podían seguir ocultando.

—No está aquí —dijo ella, con una voz cansada, casi quebrada.

Ese “aquí” no significaba la casa. Significaba algo más profundo.

Giovanni se aclaró la garganta, como si necesitara despejarla antes de decir algo difícil.
—Lo llevaron anoche —agregó—. Solo por precaución. Pero… era necesario.

Sentí cómo el aire se me atascaba en la garganta, un bloqueo breve pero intenso. No dije nada, pero mi expresión debió delatarme, porque Elena se adelantó enseguida, como si quisiera amortiguar la caída.

—No está internado —corrigió rápido—. Es una intervención breve, una observación. Solo quieren asegurarse de que… —su voz tembló un poco— …de que no esté en riesgo.

La palabra “riesgo” se quedó flotando entre nosotros como una hoja afilada.

Me acerqué a la mesa sin saber qué hacer con mis manos. Me senté sin pensarlo, como si el cuerpo necesitara un punto fijo para no tambalearse. Giovanni me miró con un gesto comprensivo pero lleno de impotencia, y entendí que la noche había sido larga para ellos también.

—¿Puedo verlo? —pregunté finalmente, con la voz más baja de lo que esperaba.

Elena negó con suavidad, no por dureza sino por protección.
—Hoy no. Quizás mañana. Están ajustando medicación, haciéndole preguntas, observándolo. No quieren visitas hasta que esté más ubicado en sí mismo.

Me quedé en silencio, sintiendo una mezcla de frustración y aceptación amarga. Sabía que tenía sentido. Sabía que era lo correcto. Pero igual dolía, igual me dejaba fuera de un espacio al que, en algún punto, ya me sentía conectada.

La mañana transcurrió como un peso constante sobre mis hombros. Me movía por la casa como si las habitaciones se hubieran agrandado de golpe y yo fuera demasiado pequeña para ocuparlas. Había una energía densa en cada rincón: un aura de cansancio colectivo, un duelo silencioso que no terminaba de tomar forma. Elena preparaba café sin realmente hacerlo; movía las cucharas, abría cajones, volvía a cerrarlos, como si el cuerpo no supiera qué hacer con tanto estrés acumulado. Giovanni salía al patio y volvía a entrar cada pocos minutos, caminaba en círculos, revisaba su teléfono como si esperara una actualización constante.

Yo, en cambio, no sabía qué esperar. No sabía dónde ubicarme ni cómo sostenerme. Me invadía una sensación de inutilidad, de estar sobrando, de ser observadora de un dolor que no era mío pero que de alguna forma también me incluía.

No había notificaciones del algoritmo. Nada. Ni un mensaje, ni una recomendación, ni una alerta. Esa ausencia repentina me puso más nerviosa que cualquier otro mensaje intrusivo. Era como si la app supiera perfectamente lo que estaba pasando y hubiera decidido callar, como si su silencio fuera otra forma de control.

Me quedé sentada un largo rato con el teléfono boca abajo sobre la mesa, sin tocarlo. Me daba miedo encenderlo, miedo de que apareciera algo que no quería leer. Miedo, incluso, de que no apareciera nada.

A media mañana, Elena se acercó y me ofreció un té que no pedí, pero acepté igual. Lo dejó frente a mí con un gesto tenue y se sentó al lado, no muy cerca, pero lo suficiente para que entendiera que tenía algo que decir.

—Vos también estás cansada —murmuró ella, sin mirarme directamente.

Tragué saliva.
—Estoy bien —mentí.

Ella suspiró, un suspiro largo, casi maternal.
—No tenés por qué sostenerlo todo. Y menos sola.

Me quedé en silencio, mirando las manos alrededor de la taza, la piel un poco seca por el clima.
—No quiero fallarle —confesé en voz baja.




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