Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo dieciséis – “La quietud”

El día que Francisco regresó a casa no tuvo nada de extraordinario, y sin embargo todo en la casa parecía preparado para recibir un cambio que nadie sabía cómo nombrar. No había flores, ni voces elevadas, ni abrazos exagerados. Había, más bien, una especie de orden cauteloso, como si cada objeto hubiera sido acomodado un poco mejor, como si Elena hubiera limpiado de más sin admitirlo y Giovanni hubiera cerrado las puertas con un cuidado excesivo. Yo desperté muy temprano, sin que la alarma hiciera falta, con esa sensación incómoda de vigilia anticipada.

Durante largos minutos permanecí acostada, mirando el techo, escuchando la quietud del pasillo. No sabía qué esperar. No sabía si él volvería hecho pedazos o si sería una versión completamente distinta a la que yo recordaba. Tampoco sabía cómo debía recibirlo yo: si con distancia para no presionarlo, si con cercanía para que no se sintiera solo. Todo parecía incierto y, a la vez, inevitable.

Finalmente me levanté y bajé las escaleras despacio, con la sensación de que el aire tenía un peso nuevo. En la planta baja, Elena estaba sirviendo café. Su postura era recta, demasiado recta, como si llevara horas intentando no pensar demasiado fuerte. Giovanni miraba por la ventana, con los brazos cruzados y la ceja fruncida. Cuando me escucharon, ambos se dieron vuelta al mismo tiempo, con esa mezcla de cansancio y expectativa que aparecía cada vez que alguien mencionaba su nombre.

—Buenos días, Alana —dijo Elena, con una voz que intentó sonar normal.

—Buen día —respondí, aunque no estaba segura de qué significaba “normal” esa mañana.

Nos sentamos los tres en la mesa, pero no dijimos mucho. El silencio no era un silencio incómodo, sino uno lleno de preguntas que nadie quería formular todavía. Era como si estuviéramos esperando que la casa misma nos diera alguna señal. Giovanni abrió la boca un par de veces, para luego cerrarla sin llegar a decir nada. Elena acomodó unas servilletas aunque ya estaban perfectamente alineadas.

Y entonces el portón se abrió.

Fue un sonido leve, casi tímido. Pero lo sentí como un golpe directo en el pecho. Giovanni se quedó quieto, Elena apoyó las manos sobre la mesa como para sostenerse y yo, sin darme cuenta, contuve la respiración.

Los pasos fueron lentos. Reconocí ese ritmo en seguida: no era alguien que vuelve confiado, sino alguien que regresa observando cada centímetro, como si temiera tropezar con una parte de sí mismo. Cuando Francisco cruzó el umbral, lo primero que noté fue que estaba más delgado, no de forma dramática, pero sí en esa medida que delata noches sin dormir y demasiadas horas pensando. Sus hombros estaban ligeramente encogidos, como si no quisiera ocupar espacio de más. Pero sus ojos… sus ojos se veían distintos. Más claros, más tranquilos. Como si hubiera ganado cierta distancia de su propio dolor, aunque todavía no terminara de entenderlo.

Elena se levantó de inmediato, pero no corrió hacia él. Se acercó despacio, con las manos entrelazadas, como si temiera asustarlo. Giovanni se mantuvo detrás, observando, cuidando.

—Hola, mi amor —fue lo único que Elena dijo.

Francisco asintió, sin levantar demasiado la mirada. No buscó un abrazo. Tampoco lo evitó. Simplemente estaba ahí, sostenido en un equilibrio frágil que parecía poder desarmarse con un gesto demasiado brusco.

Yo me quedé quieta, a cierta distancia, sin saber si tenía permitido intervenir o si debía desaparecer. Pero cuando sus ojos se encontraron con los míos, apenas por un segundo, entendí que él tampoco sabía cómo posicionarse. Esa incertidumbre compartida fue, en cierto modo, un alivio.

La mañana avanzó con una lentitud delicada. Elena preparó un desayuno más cargado que de costumbre, y Giovanni lo acompañó a su habitación para asegurarse de que todo estuviera en orden. Yo me mantuve al margen, moviéndome por la casa con pasos apenas audibles, tratando de no generar ningún ruido que interrumpiera lo que fuera que estuviera ocurriendo. Todo parecía haberse convertido en una coreografía silenciosa, hecha de cuidados infinitos.

Más tarde, mientras lavaba una taza en la cocina, escuché el sonido leve de la puerta de su cuarto abriéndose. No bajó, pero eso no importaba. Sólo que hubiera abierto la puerta era suficiente para que el ambiente se aflojara. Unos minutos después, Giovanni se acercó a mí.

—Poco a poco, ¿sí? —me dijo, sin especificar a qué se refería.

Asentí, porque ya sabía que no hacía falta más explicación.

A media mañana, la casa se sentía extrañamente tranquila. No era la calma que viene después de una tormenta, sino una calma más frágil, la que se forma cuando todos intentan no tocar un vidrio que podría romperse. Elena cocinaba algo sin demasiada atención, Giovanni revisaba unos papeles en silencio y yo me había sentado en la mesa con mi cuaderno, aunque no escribía. Simplemente lo tenía ahí, como si la presencia del objeto bastara para mantenerme unida.

De pronto, la red volvió a intervenir.

Mi teléfono vibró una vez, no con el tono habitual de un mensaje, sino con el timbre más profundo que Gramsci usaba cuando quería llamar la atención.

Lo miré sin abrir la notificación. Me tomó varios segundos atreverme a deslizar la pantalla. El mensaje apareció con la suavidad inquietante que la aplicación parecía haber perfeccionado:




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