No supe exactamente cuándo comenzó, pero una mañana me encontré frente a la pantalla escribiendo sin pensarlo demasiado. No era un texto elaborado ni una reflexión profunda, solo un párrafo pequeño, casi un desahogo. Un pedazo de algo que llevaba semanas acumulándose en mi pecho sin encontrar salida. Era temprano, aún no había bajado nadie a la cocina, y el silencio de la casa era tan parejo que parecía que el aire estuviera detenido. Quizás por eso lo escribí: porque no había nada que interrumpiera ese impulso.
Lo publiqué en Gramsci i casi sin mirar. No pensé en si era una buena idea, no pensé en quién lo vería. Solo lo subí.
Después cerré la aplicación y dejé el teléfono boca abajo sobre la mesa.
El texto decía algo simple:
“A veces acompañar también cansa, pero uno sigue ahí de todas formas. No porque sea fuerte, sino porque no sabe cómo dejar de cuidar.”
Eso era todo. Una frase. Una verdad chiquita. No había nombres, no había contexto, no había nada que apuntara a Francisco ni a nadie en particular. Pero aun así sentí el corazón latiéndome un poco más rápido, como si hubiera hecho algo prohibido.
Bajé a desayunar con ese pequeño nudo en el estómago que aparece cuando se revela un secreto sin saber si era mío para compartir. Elena ya estaba en la cocina y me saludó con una sonrisa tranquila, la clase de sonrisa que empezaba a resultarme cada vez más difícil de sostener. Giovanni apareció unos minutos después y ambos hablaron de cosas simples: el clima, la compra del supermercado, una obra en construcción cerca del centro que generaba mucho ruido. Yo respondía lo justo, sin mostrarles que mi cabeza estaba en otra parte.
Recién volví a mirar el teléfono cuando subí a mi cuarto a buscar mis cosas antes de irme al colegio.
La pantalla estaba llena de notificaciones.
No muchas, pero más de las que esperaba: varias reacciones, algunas frases cortas, algunos “me pasa”, “te entiendo”, “gracias por decirlo”. Entre ellos, un mensaje de la app que parecía más analítico que empático:
“Contenido emocional detectado. Alto nivel de resonancia inicial.”
Sentí un escalofrío extraño. No porque el mensaje fuera agresivo, sino por la frialdad del análisis. Era como si una máquina hubiera abierto mi pecho para medir la temperatura del sentimiento sin pedir permiso.
Ese fue el primer indicio de algo que se volvería más grande después.
Guardé el teléfono sin pensarlo demasiado. No quería permitir que esas reacciones me afectaran más de lo necesario. Pero mientras me ponía la bufanda y bajaba las escaleras, me sorprendí repasando las notificaciones en mi mente como si las hubiera memorizado. No me gustaba admitirlo, pero algo dentro de mí necesitaba esa sensación de ser vista, aunque fuera en pequeñas dosis.
El camino hacia la escuela estuvo envuelto en la humedad fina del invierno. El cielo estaba completamente cubierto por una capa gris que no dejaba pasar la luz. Francisco caminaba a mi lado, con el abrigo cerrado hasta el cuello y las manos en los bolsillos. No hablábamos, pero eso no era extraño. Desde su regreso, nuestras conversaciones habían adoptado una forma más espaciada, más cuidadosa. Él observaba mucho, escuchaba más, y yo intentaba no forzar nada. A veces me parecía que los dos estábamos aprendiendo a movernos el uno alrededor del otro sin tropezar.
Pero esa mañana, mientras avanzábamos por la calle que bordeaba la plaza, sentí que él me miraba de reojo.
—Estás rara hoy —dijo finalmente, sin detenerse.
—No es nada —respondí rápido.
Francisco no insistió, pero tampoco quitó la mirada del camino. Tenía esa forma particular de notar las cosas sin preguntar directamente, como si temiera que una pregunta pudiera romper algo.
Al llegar al colegio nos separamos con el gesto habitual: una inclinación leve de la cabeza, el mínimo reconocimiento que habíamos adoptado como parte de nuestra rutina. No necesitábamos más. Pero esa vez, mientras lo veía alejarse por el pasillo, sentí una punzada extraña. Una mezcla de distancia y cercanía que me resultaba cada vez más confusa.
En clase me costó concentrarme. La profesora explicaba un texto literario y mis compañeras tomaban apuntes con disciplina, pero mi cabeza seguía en el teléfono que había decidido no abrir. Me repetí varias veces que no importaba. Que era solo una publicación pequeña. Que la gente se olvidaría rápido. Pero la verdad era más incómoda: me daba miedo revisarlo y me daba miedo no hacerlo.
Cuando la hora terminaba y guardábamos los libros, finalmente cedí. Saqué el celular con la excusa de revisar la hora, pero abrí Gramsci i antes de poder evitarlo.
El texto tenía más interacciones.
No cientos, pero sí bastantes más de las que imaginaba posibles en tan poco tiempo. Comentarios de otros estudiantes, mensajes de cuentas desconocidas, reacciones emocionadas que parecían ver en mis palabras algo que yo no sabía que había escrito. No me alegró. No me molestó. Me dejó en un estado intermedio, una sensación extraña que no se parecía a nada concreto. Como si la visibilidad repentina fuera un reflejo que no reconocía como mío.
La app envió otro mensaje:
“Incremento inusual de alcance. Recomendamos monitorear tu exposición.”