Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo dieciocho – “El texto”

Publicar la historia no fue un acto impulsivo ni un gesto valiente. Fue, más bien, una necesidad que se había ido acumulando durante semanas, como una presión silenciosa debajo de la piel que finalmente necesitaba salir a algún lado. El archivo existía desde hacía meses, repartido en cuadernos, notas sueltas, fragmentos en la computadora y pensamientos inconclusos que había dejado grabados en mi teléfono durante las noches en que no podía dormir. Pero una tarde, sin ninguna señal especial que lo anunciara, me senté frente al escritorio y abrí todo en una misma carpeta. El título apareció solo, sin que lo buscara: Los apagados. No lo cambié. No lo corregí. Era el nombre que le correspondía.

La habitación estaba fría, con ese frío particular del invierno que se acumula en los rincones y tarda horas en disiparse. Afuera, el cielo estaba gris sin promesas de mejorar, y el viento golpeaba la ventana cada tanto, recordándome que todavía quedaba un largo trecho antes de que llegara la primavera. Ninguno de esos elementos era nuevo, pero esa tarde parecían más presentes que de costumbre, como si la casa entera hubiese decidido acompañarme en ese movimiento extraño hacia hacer algo definitivo. No había música, ni ruido, ni voces. Ni siquiera Francisco estaba en casa. Había salido con su madre a un control médico, y Giovanni trabajaba en su taller. Era uno de esos raros momentos en los que la casa estaba completamente en silencio, como si estuviera conteniendo la respiración.

Abrí Gramsci sin pensarlo demasiado. La pantalla tardó unos segundos más de lo normal en cargar, como si también ella supiera que algo estaba por cambiar. En la interfaz principal aparecieron las notificaciones habituales: sugerencias de lectura, recomendaciones personalizadas, alertas sobre tendencia emocional. Entre ellas, una que ya estaba acostumbrada a ignorar: “Tu actividad reciente presenta fluctuaciones poco frecuentes. ¿Deseas ajustar tus parámetros de exposición?”. Cerré la notificación sin leer el resto. No tenía intención de analizarme a través de la app otra vez.

El proceso de subir el archivo fue lento, no por cuestiones técnicas, sino por la forma en que me detenía en cada paso antes de confirmarlo. Seleccionar archivo. Adjuntar documento. Elegir categoría. Añadir breve descripción. Cada clic se sentía como un pequeño desprendimiento: una parte de mi vida dejando de pertenecerme para convertirse en algo expuesto, público. No era exhibicionismo. Era necesidad. Pero aun así, costaba. Cuando llegó la parte de la descripción, escribí sólo una frase: “Una historia sobre quienes la red prefiere no mirar”. La releí tres veces, no porque necesitara corregirla, sino porque me impactó ver mis propias palabras colocadas de una forma tan directa, sin adornos.

Después vino el botón final. “Publicar”. Un rectángulo blanco, simple, sin ninguna solemnidad. Lo observé durante largos segundos, intentando decidir si estaba lista. La respuesta era que no. Pero lo hice igual. Presioné el botón y el sistema respondió con un pequeño sonido, casi imperceptible, que sin embargo me recorrió el cuerpo entero. Era un sonido artificial, programado, pero ese eco breve se sintió más real que muchas cosas de los últimos meses.

El archivo empezó a cargar. La barra azul avanzó de forma constante, sin pausas. Cuando llegó al cien por ciento, apareció un mensaje final: “Tu contenido está ahora disponible. La visibilidad inicial dependerá de los parámetros del sistema”.

Ahí estaba. Sin posibilidad de retirarse.

Me apoyé contra el respaldo de la silla, respirando despacio, como si hubiera corrido sin moverme del lugar. Durante unos minutos no hice nada más. Ni abrí otras pestañas, ni revisé notificaciones, ni traté de ver si alguien ya había comentado algo. Sólo permanecí quieta, escuchando el silencio de la habitación. Era un silencio distinto al de antes, más tenso, como si la publicación hubiera cambiado la manera en que el aire circulaba por el cuarto.

Pasó cerca de media hora antes de que el teléfono vibrara. No con un sonido dramático, sino con el tono habitual de las alertas de la app, que siempre sonaban igual, estuvieras bien o mal. Me incliné hacia el celular y lo desbloqueé sin demasiada expectativa. Pensé que sería alguna recomendación o un aviso para tomar descansos digitales. Pero cuando apareció la notificación, supe que algo había comenzado.

Gramsci: “Tu publicación está recibiendo actividad inusual. Te recomendamos monitorear tu nivel de exposición.”

El mensaje no tenía emotividad, ni advertencias rojas, ni signos de alarma. Pero el término “inusual” despertó en mí un pequeño estremecimiento. Abrí la publicación por primera vez desde que la subí. El contador marcaba tres mil visualizaciones. Demasiadas para el poco tiempo que había pasado. F5. Cuatro mil ciento veinte. F5. Cinco mil novecientas. No dejaba de aumentar.

No sabía cómo sentirme. No era felicidad. Tampoco miedo. Era una mezcla incómoda entre estar siendo vista demasiado y, al mismo tiempo, sentir que una parte de mí se separaba del resto para convertirse en otra cosa. Como si las palabras que había escrito con tanto esfuerzo ahora le pertenecieran a gente que no conocía.

Salí de la aplicación y dejé el teléfono boca abajo sobre la mesa. Me levanté de la silla y caminé por la habitación en círculos cortos, sin rumbo, intentando ordenar la sensación extraña que se me estaba formando en el pecho. No era ansiedad exactamente, aunque se parecía. Era una especie de vértigo por haber soltado algo que yo misma había usado por meses como refugio. La historia ya no me protegía. Tampoco me escondía. Ahora estaba afuera, expuesta, como una ventana sin cortinas.




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