Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo diecinueve – “El eco”

No supe en qué momento exacto me llegó el enlace. Había estado pasando la tarde en mi habitación, moviendo lápices arriba y abajo sin que llegaran a tocar el papel, con esas ganas de dibujar que no terminan de transformarse en nada concreto. El invierno afuera seguía empujando las nubes contra el cielo como si quisiera aplastarlas. Y yo, por alguna razón difícil de explicar, llevaba días sintiendo que también tenía algo encima, algo que no bajaba del todo pero tampoco desaparecía.

Cuando el teléfono vibró, pensé que sería un recordatorio de la app o un mensaje de Elena. Pero cuando vi el nombre de Alana en la pantalla, me quedé quieto. El mensaje era corto, casi inexpresivo, totalmente propio de ella cuando algo le importa más de lo que dice.

Alana: “Te quiero mostrar algo. Léelo cuando puedas.”

Debajo estaba el link.

No dije “después lo leo”. No dije nada. No sé por qué mentiría, ni siquiera para mí. Abrí el enlace enseguida, como si algo en mí hubiera estado esperando exactamente eso.

El título apareció en la pantalla con una claridad que me golpeó en el pecho:

No abrí el archivo de inmediato. Lo tuve en la pantalla durante varios minutos, como si el simple hecho de mirarlo pudiera prepararme para lo que venía. El título Los apagados ya me golpeaba más de lo que esperaba. No porque fuera triste, sino porque reconocí, en esas dos palabras, la forma exacta en que yo me había sentido durante años, incluso antes de conocerla. Como si alguien hubiera logrado nombrar ese espacio interno donde uno existe sin terminar de estar, donde la vida se sostiene apenas por costumbre.

Cuando finalmente deslicé el dedo y apareció la primera página, algo en mi cuerpo se tensó. No era miedo. Era otra cosa, más difícil de identificar: una mezcla entre vergüenza, alivio y una especie de pudor extraño, como si estuviera entrando en una habitación que pertenecía a los dos, pero que ella había sido la única capaz de ordenar.

Leerla fue como volver a caminar por lugares que creía olvidados, solo que esta vez iluminados desde un ángulo que yo nunca había visto. No exageraba nada. No me convertía en héroe ni en víctima. Me mostraba tal como había sido: desordenado, confuso, frágil y, al mismo tiempo, alguien que estaba intentando no desaparecer por completo. Y leerlo desde esa mirada suya me dio una lástima profunda por mí mismo, pero también una gratitud que me incomodó.

A veces tenía que parar, cerrar el archivo, apoyarme contra la pared y respirar hondo. No porque ella contara algo terrible, sino porque estaba contando la verdad, y la verdad siempre tiene un filo.

Cuando llegué a la parte donde describe la clínica, tuve que detenerme más tiempo. Había detalles que yo no recordaba, o que nunca supe que ella había percibido. Gestos míos que no imaginé que alguien pudiera registrar. Silencios que, para mí, eran vacíos, y que para ella eran señales. Me hizo preguntarme cuántas cosas había ignorado yo del mundo mientras estaba atrapado adentro de mí mismo.

No sentí vergüenza por lo que ella escribió. Sentí vergüenza por lo que yo había sido incapaz de decirle.

La casa estaba silenciosa cuando terminé de leer. Elena estaba en la cocina, moviendo cosas sin prisa, y Giovanni estaba arreglando algo en el pasillo. Yo seguía sentado en mi cama, con el teléfono en la mano, sin saber si debía escribirle o si sería mejor dejar pasar unas horas.

Pero no pude.

Mis dedos se movieron solos.

Francisco: “Gracias por no haberme dejado ser invisible.”

Cuando envié el mensaje, me quedé quieto, esperando algo que no sabía si quería recibir. No era una declaración ni un pedido ni un intento de volver a algo. Era apenas una verdad simple, una verdad que hasta ese momento nunca había sabido formular.

Aun así, después de enviarlo, sentí un temblor leve en las manos. No de nervios, sino de un tipo de alivio extraño, como si por fin hubiera puesto en palabras una deuda que tenía conmigo mismo.

No hubo respuesta inmediata, y eso estuvo bien. No la esperaba.

Seguí mirando la pantalla durante un rato, hasta que escuché pasos en el pasillo. Era Elena. Golpeó la puerta con suavidad.

—¿Puedo pasar?

Asentí, aunque ella no podía verme. Entró despacio, con una cautela que no siempre había tenido conmigo. Se sentó al borde de la cama, sin acercarse demasiado.

—Te vi leyendo —dijo—. ¿Estás bien?

No supe qué responderle al principio. Era una pregunta demasiado grande.

—No —dije finalmente—. Pero estoy… más claro. Creo.

Elena respiró hondo, como si esa pequeña respuesta fuera más importante de lo que aparentaba.

—Nos preocupa que estés cargando demasiado solo —dijo ella—. Y también nos preocupa ella. Ninguno de los dos tendría que sostener al otro. No así.

Miré mis manos. Todavía tenían el temblor leve que me quedaba después de un día difícil.

—Quiero ir a terapia —dije antes de darme tiempo para pensarlo demasiado.

Elena abrió los ojos con un alivio tan evidente que me dio un poco de vergüenza.

—Francisco… es una decisión importante.




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