Hasta Que Vuelva A MÍ

Capítulo veinte - “El brillo que no se ve”

El día previo a mi regreso comenzó sin anuncio, como si fuera cualquier mañana más, pero yo ya sabía que no lo era. Había algo en el aire de la casa una especie de orden silencioso, más prolijo que de costumbre que revelaba que Elena y Giovanni intuían que algo estaba por cambiar. No lo hablábamos directamente, pero se notaba en cómo me observaban cuando bajaba las escaleras, en la manera en que me ofrecían café antes de que yo lo pidiera, en la forma en que el desayuno aparecía servido sin que hubiera hecho falta que alguien lo preparara delante de mí. Todo parecía anticipar un cierre, incluso sin tener certeza de que realmente lo fuera.

Yo me movía por la cocina con una mezcla de cansancio y tranquilidad extraña. Había dormido poco, aunque no por ansiedad, sino por una sensación distinta: como si hubiera llegado al límite de un camino y ya no quedara nada que empujar para seguir. La noche anterior había terminado de guardar la mayoría de mis cosas. No tenía mucho: la ropa de invierno, los cuadernos, algunos libros, y el cuaderno azul donde había escrito todo aquello que nunca dije en voz alta. Ese cuaderno pesaba más que el resto. No físicamente, sino en una forma difícil de explicar. Era la prueba concreta de que no me había inventado todo lo que había sentido.

Cuando entré a la cocina, Elena estaba limpiando la mesada por segunda vez, aunque no había nada que limpiar. Giovanni revisaba el correo en su teléfono, pero su postura recta dejaba claro que estaba más atento a mí que a las palabras de la pantalla. Les dije buen día y ellos respondieron con sonrisas suaves, cuidadosas, como si tuvieran miedo de presionarme y a la vez miedo de dejarme sola.

Me senté en la mesa y durante un largo rato nadie habló. No era necesario. El silencio no estaba cargado de incomodidad; era un silencio que reconocía que las palabras posibles eran pocas y que quizás no eran tan importantes en ese momento. Era un silencio que aceptaba que a veces no se puede explicar del todo por qué uno necesita volver al lugar del que había salido.

Cuando terminé el café, subí otra vez a mi cuarto para revisar la valija. Ya estaba cerrada, pero la abrí igual, como si buscara asegurarme de que realmente tenía todo, aunque sabía que ninguna de esas cosas era esencial. Lo verdaderamente importante no entraba en una valija. Lo importante se venía conmigo en forma de cansancio, de alivio, de pérdida, de una especie de comienzo tímido que todavía no sabía cómo nombrar.

Me senté en la cama y apoyé las manos sobre la tela oscura de la valija cerrada. No pensé en Francisco primero. Pensé en mí, cosa que no hacía desde hacía mucho. Pensé en lo que había escrito en el cuaderno, en cómo las palabras habían sido la única forma de ordenar un poco el caos. Pensé en Uruguay. En la casa, en la rutina inconclusa que había dejado, en la tristeza que ya traía antes de viajar y que había intentado esconder porque me daba vergüenza admitir que no estaba bien. Y pensé en lo diferente que se sentía ahora, en que volver no significaba rendirme, sino darme una oportunidad distinta.

Mientras me quedaba ahí, escuché pasos en el pasillo. Supe que era Francisco antes de que golpeara suavemente la puerta. Era un golpe discreto, como si quisiera asegurarse de que yo pudiera elegir no responder.

—¿Puedo pasar? —preguntó con una voz baja.

—Sí —respondí, sin pensar demasiado.

Entró despacio, sin mirar la valija al principio. Llevaba un buzo gris y el pelo algo desordenado. Parecía más sereno que semanas antes, aunque había una distancia en su postura que no existía al principio de nuestra convivencia. No una distancia hostil, sino una distancia consciente. Una distancia que él también necesitaba para volver a ubicarse en sí mismo.

Se quedó de pie unos segundos, sin saber bien dónde poner las manos. Yo tampoco sabía cómo empezar.

—Así que… ya está todo listo —dijo finalmente, mirando la valija.

—Sí —contesté—. Me voy mañana.

Él asintió. No parecía sorprendido, aunque sus ojos se movieron como si estuviera buscando las palabras adecuadas.

—Me alegro —dijo después de un rato—. Digo… me alegro de que vuelvas a un lugar donde estés… acompañada.

No supe qué responder. No porque me molestara, sino porque sabía que estaba haciendo un esfuerzo por decir algo que fuera útil y sincero al mismo tiempo.

—No sé si va a ser fácil —dije—. Pero creo que lo necesito.

Volvió a asentir. No se sentó. No avanzó. Se quedó ahí, manteniendo ese equilibrio extraño entre estar presente y no invadir.

—Leí lo último que publicaste —dijo entonces.

Mi estómago se apretó, aunque no de vergüenza, sino por una mezcla de emoción y temor. Yo sabía que él iba a leerlo. Todos sabíamos que él iba a leerlo.

—No tiene que darte vergüenza —agregó, como si hubiera leído mi reacción—. Está bien que lo hayas hecho.

No pude sostenerle la mirada, así que bajé los ojos. Él respiró hondo, como si tuviera algo más para decir y lo estuviera midiendo con cuidado.

—¿Querés saber qué pensé? —preguntó.

—Si querés decírmelo.

Se apoyó apenas en el marco de la puerta.

—Pensé que sos valiente. No por haberlo vivido —eso, dijo—, sino por haberlo contado. Yo no podría haberlo hecho.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.