El ruido era ensordecedor. Gritos, risas, tambores, pompones, silbidos y el sonido agudo del megáfono que repetía una y otra vez el nombre de los jugadores mientras la multitud vibraba con emoción.
Nunca pensé que un partido universitario de fútbol americano se sintiera así.
Era como estar dentro de una película donde todo se movía demasiado rápido, y yo, con mis manos heladas aferradas a la baranda metálica de las gradas, no lograba encontrar mi lugar entre tanta euforia.
—Relájate, respira —me susurró Tessa al oído, dándome un codazo divertido—. Pareces una mamá nerviosa viendo a su hijo en el primer partido.
—Cállate —reí nerviosa, aunque ella tenía razón—. Es que... no sé, verlo ahí me da algo raro en el pecho.
—¿"Algo raro"? —arqueó una ceja y soltó una carcajada—. Dilo como es, estás enamorada, amiga. Te brilla la cara cada vez que lo ves.
Negué con la cabeza, pero mis mejillas ardieron. No podía negarlo del todo porque estaba más allá de enamorada.
Cuando al fin encontramos nuestros lugares, reconocí a Ethan a lo lejos. Estaba en medio del campo, con su uniforme azul y dorado, el casco en la mano, el cabello un poco despeinado por el viento, y esa sonrisa segura que podía derretir hasta al alma más fría.
Ethan saludaba a sus compañeros, chocaba puños, daba órdenes, y cada movimiento suyo parecía tener un propósito. Se veía tan diferente al chico dulce con el que solía leer en las gradas o el que me invitaba a tomar helado en cada una de nuestras citas.
En el campo, era fuego, intensidad y determinación.
—¿Por qué late tan rápido mi corazón? —murmuré, más para mí que para Tessa.
—Porque te gusta, y mucho —dijo mi amiga, guiñándome un ojo—. Pero tranquila, tu chico va a ganar, se le nota.
Asentí, intentando sonreír mientras me sentaba con las piernas temblando.
A mi alrededor, los estudiantes no dejaban de gritar el nombre de los jugadores. Había carteles, porras, música y todo tipo de ruidos que mezclados formaban una melodía caótica y vibrante. Apenas podía concentrarme en otra cosa que no fuera él.
Cuando el silbato sonó y comenzó el partido, sentí que el aire se me quedaba atascado en los pulmones.
Cada jugada, cada pase, cada movimiento de Ethan me mantenía al borde del asiento.
Era increíble verlo jugar: su rapidez, su precisión, la forma en que anticipaba al rival y dirigía a su equipo. Todo él desprendía energía y seguridad, y yo no podía apartar la vista de cómo jugaba, con tanta fiereza y brutalidad. Era como si el resto del mundo desapareciera y solo quedáramos él y yo en medio de toda aquella locura.
Tessa me miraba de reojo, entre divertida y enternecida.
—Eres su fan número uno, ¿eh?
—No —mentí, aunque mi sonrisa me delató—. Solo vine a apoyarlo un poco.
—Claro, “un poco” —repitió ella con ironía—. ¿Por qué no levantas ese cartel invisible que dice Ethan, mi amor eterno?
—Te juro que si no te callas…
Pero no terminé la frase, porque Ethan justo en ese momento giró la cabeza y sus ojos me encontraron entre la multitud.
Me quedé inmóvil. El ruido, los gritos, todo se volvió un murmullo lejano. Él me sonrió, una sonrisa genuina, y me saludó con la mano antes de volver al juego.
Tessa soltó un chillido ahogado.
—¡Te vio! ¡Y te saludó! Oh, por Dios, esto es de película.
Mi corazón latía tan fuerte que pensé que iba a salirse de mi pecho con ese acto tan simple pero significativo.
Los minutos pasaron y el marcador se mantuvo apretado. El público contenía la respiración cada vez que el balón volaba por los aires, y yo ya no sabía si estaba más nerviosa por el resultado o por lo guapo que se veía Ethan corriendo por el campo, con ese aire de superioridad que parecía brillar bajo el sol.
—Si sigue así, gana el partido —dijo Tessa, animando con una pancarta improvisada—. ¡Vamos, número dieciocho!
Yo también empecé a gritar, sin darme cuenta. El miedo a llamar la atención —un poco más de ser posible—, desapareció, y por primera vez me dejé llevar por la adrenalina, la fuerza y energía que se sentía en todo el campo y era tonto quedarme ahí quieta mirando y no animarlo. A eso había ido, a acompañarlp, a darle mi apoyo, a darle mis energías así fuera gritando.
Grité su nombre, aplaudí, salté, me emocioné como nunca junto a Tessa. Mi garganta ardía, pero eso poco me importó.
Cuando Ethan tomó el balón, esquivó a dos jugadores rivales y corrió hacia la línea final, el tiempo pareció detenerse.
—¡Vamos, Ethan, tú puedes! —grité, tan fuerte que casi me quedé sin voz.
Y él lo hizo. Atravesó la línea con una fuerza impresionante que hizo que el estadio estallara en gritos y aplausos. Sus compañeros lo abrazaron, y yo... yo no pude evitarlo. Me levanté, saltando como una loca, riendo y gritando su nombre.
—¡Lo logró! ¡Lo logró, Tessa!
Mi amiga me abrazó con euforia.
—Tu chico es una bestia.
Entre el bullicio, Ethan volvió a buscarme con la mirada. Y cuando me encontró, hizo algo que nadie esperaba, no siquiera yo en los mil y un sueños que he tenido con él desde que habíamos empezado a salir.
Se quitó el casco, caminó decidido hacia la cerca que separaba el campo de las gradas y, sin decir nada, subió un par de escalones hasta quedar frente a mí.
Todo el mundo comenzó a gritar aún más fuerte mientras todo mi ser se paralizaba y mi corazón latía con demasiada violencia.
—Oh, no, no, no… —balbuceé—. No va a hacer lo que creo que va a hacer, ¿cierto?
—Sí, va a hacerlo —rio Tessa, apartándose para darle paso.
Ethan llegó hasta mí, con el pecho agitado, las mejillas sonrojadas, el sudor perlando su frente y una sonrisa triunfante que me robó el aire.
—Te dije que serías mi trébol de buena suerte —susurró, mirándome con una intensidad que me derritió por completo.
Antes de que pudiera responder, aunque en realidad no tenía voz porque me la había robado, me tomó del rostro con las manos aún calientes por el esfuerzo y me besó. Ahí, frente a todos. Con el sol brillando sobre nosotros, el ruido ensordecedor de la multitud y mi corazón desbocado.