Heart Tackled

22 | Montana

Los últimos dos meses con Ethan habían pasado tan rápido que a veces me costaba creer que todo era real.

Teníamos una relación de ensueño, que nadie creía porque éramos demasiado dulces de ver. Ethan me robaba besos donde fuera, sin importar el lugar, me llenaba de detalles, me invitaba a salir a todas partes, incluso a las fiestas de fraternidad que muchos hacian y antes ni por equivocación había asistido.

Una vez se había quedado estudiando conmigo hasta las tres de la mañana, aprovechando que Tessa había salido con su amigo Ryan, solo para asegurarse de que no me durmiera sobre los apuntes porque llevaba varios días sin dormir, pero terminamos, riendo y conociéndonos de una manera que jamás imaginé, hablando de todo un poco y de los sueños que teníamos.

Compartíamos mensajes hasta altas horas de la noche, hablando de cualquier cosa a pesar de que nos veíamos algunas veces después de clases o luego de sus entrenamientos.

Me gustaba pasar el tiempo con él, disfrutar de su sentido de humor, de su espontaneidad y carisma. Todo de él me encantaba, me tenía más que enamorada y me hacía sentir que flotaba en las nubes.

Ethan Blake, el chico que hacía que media universidad suspirara cada vez que entraba al campo de fútbol, ahora era mi Ethan. El mismo que se sabía mis horarios, que me dejaba café cuando menos lo pensaba y tanto necesitaba a cualquier hora del día, diciendo que los lunes sin cafeína eran un crimen, y que cada vez que me veía estresada me abrazaba hasta que dejaba de pensar.

Era raro, en el mejor sentido de la palabra. Nunca había tenido una relación tan sencilla y tan profunda a la vez. Con Ethan no había juegos, ni drama, ni esa sensación de estar intentando descifrar un código. Solo estábamos nosotros: él con su calma que me aterrizaba, y yo con mi torbellino emocional que a veces lo hacía reír hasta las lágrimas.

Y ahora… íbamos a viajar juntos.

A Montana.

A casa de mis padres.

A conocer a mi familia.

Cada vez que pensaba en eso, mi estómago hacía un nudo del tamaño del planeta. Ethan, en cambio, parecía estar tan tranquilo y sereno con la idea, como si no sufriera de nervios anticipados.

—Vas a romper los cierres de la maleta si sigues revisándola cada diez segundos —me dijo, recostado contra el marco de la puerta de mi habitación, con una sonrisa de esas que me daban ganas de lanzarle un zapato y un beso al mismo tiempo.

—No quiero olvidar nada —respondí, cerrando la maleta por cuarta vez—. Montana no es precisamente la capital de la moda.

—¿Y quién va a juzgarte?

—Las vacas, mi madre, y probablemente mi padre —repliqué, lanzándole una mirada.

Ethan soltó una risa baja, caminó hasta mí y me rodeó con los brazos por la cintura.

—Va a ir bien —susurró contra mi cabello—. No te estreses ni te preocupes por nada.

—Lo dices porque no conoces a mi padre.

—¿Qué tan malo puede ser?

—Digamos que el último chico que intentó coquetear conmigo delante de él terminó ayudándole a reparar la cerca bajo la lluvia.

Ethan fingió una expresión de pánico.

—Perfecto, llevaré guantes de trabajo.

Solté una carcajada y lo empujé suavemente terminando de organizarnos para salir.

El viaje empezó temprano, con el cielo apenas encendiendo sus primeros tonos rosados. Ethan llevaba mi maleta, mi mochila, y probablemente la mitad de mis nervios en la mano. En el aeropuerto, mientras hacíamos fila para registrar el equipaje, no podía dejar de observarlo.

Tenía ese aire relajado, camiseta gris, gorra negra y la sonrisa tranquila que parecía decir todo bajo control. Yo, en cambio, era un manojo de nervios que caminaba en círculos y repasaba mentalmente cada posible escenario: mamá abrazando a Ethan hasta dejarlo sin aire, papá mirándolo como si fuera un intruso, o el peor de todos… ambos interrogándolo al mismo tiempo.

—Deja de morderte el labio, vas a sangrar —me dijo, tomándome suavemente la barbilla.

—No estoy nerviosa.

—Claro —asintió—. Y yo no soy jugador de fútbol.

—Ethan, hablo en serio.

—Yo también. No tienes por qué preocuparte.

—Si sobrevives al primer día, te haré galletas con muchos chips de chocolate —prometí.

—Trato hecho.

Durante el vuelo, apoyé la cabeza en su hombro y cerré los ojos. El murmullo del avión, el tacto cálido de su mano entrelazada con la mía, y la forma en que me cubrió con su chaqueta cuando me quedé dormida, me hicieron pensar que tal vez todo sí saldría bien.

Cuando aterrizamos en Montana, el aire frío me golpeó la cara como un balde de agua helada. Ethan inspiró hondo y sonrió.

—Huele a invierno —dijo.

—Y a pino, y a pan de mamá —agregué, con una nostalgia que me apretó el pecho.

Salimos con las maletas y ahí estaba: la vieja camioneta azul de papá, con la pintura desgastada y la defensa sujeta con alambre, aparcada frente a la terminal como si el tiempo se hubiera detenido.

Y él, por supuesto, esperándonos con su sombrero de ala ancha y una sonrisa que mezclaba amor y advertencia.

—¡Maisie! —exclamó, abriendo los brazos cuando me vio.

Corrí hacia él. No hay abrazo como el de tu padre cuando llevas meses sin verlo. Olía a madera, a tierra, y a los inviernos de mi infancia.

—Papá, te extrañé tanto.

—Yo también, pequeña —dijo, despeinándome con ternura. Luego miró a Ethan por encima de mi hombro—. Y tú debes ser el famoso Ethan Blake.

Ethan, que podía enfrentarse a un defensa de dos metros sin pestañear, se quedó un segundo rígido antes de extender la mano.

—Sí, señor, un placer conocerlo.

Papá lo observó un instante, sin mover un músculo. El silencio se estiró tanto que pensé que el aire se había congelado. Luego sonrió y estrechó su mano con fuerza.

—Buen apretón. Me gusta. No pareces un blandengue.

—Gracias… creo —respondió Ethan, sin saber si reír o temer por su vida.

—Juegas fútbol americano, ¿verdad?




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