Herederos

Vodka barato

LUCA

 

Un atisbo de humillación antes de amargura o dolor se reflejó en mi rostro. Al instante la mejilla empezó a palpitarme y escocer un poco. Era una sensación a la que ya estaba acostumbrado, lo que no significaba que dejara de causar el mismo efecto en mi cada vez que sucedía. Sentí tal calor sofocando mi cuerpo que por un momento pensé que mis oídos empezarían a pitar como una tetera que acaba de hervir.

Me contuve como siempre lo hacía, había pasado mucho tiempo desde la última vez que le había gritado de vuelta. Y aunque había aprendido a controlar mis facciones para que no reflejaran mis emociones, una que otra vez la humillación le ganaba a mi fuerza de voluntad y se abría paso al exterior.

Sentí una gota de lo que supuse era mi sangre rodar por la mejilla, imaginé que debió haber sido con su anillo de graduación. Levanté la mirada y observé a mi padre directamente a los ojos con una estudiada expresión de aburrimiento.

 

- Si ya terminamos aquí, tengo un lugar a donde ir. – le dije y salí de su oficina dejándolo con aquella expresión de fastidio que sólo me obsequiaba a mí.

 

- Mas te vale volver para el turno de la noche – lo escuché gritar antes de que se cerrara la puerta.

 

Me dirigí hacia el vestíbulo del hotel sintiéndome igualmente humillado y furioso. No era la primera vez que mi padre había tenido que mandar a alguien a la estación a recogerme, ya había perdido la cuenta de cuantas veces había ocurrido este verano.

A él le importaba muy poco que yo bebiera, sabía que lo hacía desde los catorce años, lo que le molestaba era que me dejara atrapar por la policía, y no porque le importara mi historial, sus abogados se encargaban de que este estuviera limpio, no, lo que le molestaba era tener que dedicarle un minuto de su tiempo a algo que tuviera que ver conmigo.

El punto es que la noche anterior me habían atrapado no sólo bebiendo sino en una riña con un tipo en el bar. La policía creía que había sido debido a una chica. Lo cual era totalmente falso, aquella chica me gustaba tanto como el vodka barato. La única razón por la que me había acercado a ella había sido para molestar al imbécil de su acompañante. El tipo era tan alto como ancho, y sus manos eran del tamaño de mi cabeza y aunque sabía que podría haberme matado, igual quise retarlo.

Yo lo suponía algo terapéutico, eso de querer echarme a golpes con el mundo, era la única forma de desahogar la furia contenida y yo siempre tenía furia contenida.

 

Así que ahí estaba, con un buen golpe en el abdomen, un ojo morado, un labio roto y ahora una mejilla roja. Y nada de eso llegaba a dolerme más que la humillación y la rabia que hacían hervir mi sangre a tal punto que me escocía la piel.

 

En mi carrera hacia la salida del hotel iba tan distraído con mis pensamientos que no me percaté de la chica que estaba frente a mi hasta que ya estuvimos muy cerca y fue inevitable tropezarnos.

 

- Lo siento – la escuché decir mientras se agachaba para recoger la maleta que se había desprendido de sus manos.

 

De no haber sido porque lo único que me impedía golpear a alguien en ese momento era tener los puños apretados y asegurados en mis bolsillos, tal vez la habría ayudado. Pero lo cierto era que no estaba de humor para fingir amabilidad.

 

- Jeremiah, ¿estás bien? – le preguntó un muchacho alto y de cabello castaño que se acercó a ayudarla.

 

- Si, sólo fue un tropiezo – respondió ella levantando la cara para mirarme.

 

La expresión de fastidio debió reflejarse en mi rostro porque cuando me miró, sus ojos y labios se fruncieron en una mueca de algo parecido a la vergüenza. La observé por un momento directamente a los ojos, en parte porque me tranquilizaron por cuestión de segundos y en parte porque estaba insinuándole que se quitara de mi camino.

 

Ella retiró la mirada y se alejó hacia recepción con el chico que la había ayudado y un hombre mayor, y yo me dirigí hacia la salida con la imagen de sus ojos en mi cabeza.

 

Linda. Torpe.

 

Afuera tomé un taxi, y no un auto del hotel ya que los conductores siempre le reportaban a Claudio, el secretario de mi padre, a donde iba y con quien.

 

Me dirigí a los patios donde tendrían mi motocicleta decomisada, soborné a un par de guardias gordos, llené un formulario y en menos de una hora estaba conduciendo a toda velocidad por la interestatal.

Habría querido volver a casa en ese instante, pero tomar un avión e irme a Nueva York era rendirme.

 

Mi padre me obligaba a trabajar en sus hoteles durante el verano, era su manera de enseñarme disciplina. Volver a casa o irme a otro lugar sólo reafirmaría su concepto de mí, pues me consideraba un idiota inútil. No le daría ese gusto. Tendría que resignarme.




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