Herencia de Dolor

Capítulo 3. ECOS DE DESESPERACION

Temprano al amanecer, Megan tomó una ducha rápida. Solo quería salir pronto. El abogado era su primer objetivo; necesitaba recuperar todas las carpetas. Seguramente necesitaría encontrar a otro profesional para que la ayudara a verificar su autenticidad e interpretar los estados financieros, contratos, escrituras y demás documentos. El tiempo era crucial; debía reunir pruebas sólidas y presentar una denuncia.

Desde que regresó la tarde anterior, había estado evitando a su madre. Rosita la observaba, nerviosa por la situación, y Megan hacía lo posible por no mencionar lo que estaba ocurriendo. Tuvo que quedarse a desayunar, ya que su madre se sentía mejor y había salido de su habitación. Rosita comprendía la presión que Megan soportaba, así que hizo lo posible para no retrasarla.

Finalmente, justo cuando Megan estaba por salir, lo primero que vio al abrir la puerta, fue a ese hombre. ¿Cómo se atrevía a presentarse? Intentó empujarlo para evitar que entrara, sabiendo que su madre vendría hasta la puerta a despedirla.

— Vamos al pueblo; si quieres hablar, lo haremos allá. Así que sal ahora mismo —le dijo, apretando los dientes.

—No me iré hasta que hable con tu madre. Ayer no pude conocerla —contestó Bruno, firme y decidido a quedarse.

—Este no es el momento adecuado. Podrás ser el dueño, pero por esta semana, yo mando aquí, y te exijo que te largues inmediatamente.

Megan empujó nuevamente a Bruno, tratando de cerrar la puerta. Aunque era una mujer fuerte, solo logró que él se tambaleara ligeramente. Ya era demasiado tarde; su madre se acercaba.

—Por favor, no le digas nada —le rogó en voz baja, dándose cuenta de que ya no podía hacer nada.

Ana Molina, su madre, observaba al hombre en la puerta con asombro. No le resultaba familiar. Al principio, pensó que podría ser un amigo de la infancia de Megan. A medida que se aproximaba, percibía la tensión entre ambos.

Malinterpretando la situación, Ana creyó por un momento que la actitud de su hija se debía a una atracción hacia ese hombre y que, como mecanismo de defensa, Megan se comportaba de manera grosera. Desde la muerte de su esposo, Ana había comenzado a preocuparse por el futuro de Megan; deseaba que encontrara a un buen hombre y formara un hogar tan hermoso como el que ella había tenido.

Deseaba morir en paz, con la certeza de haber dejado a su querida hija en manos de alguien que la amara, respetara y protegiera. Por eso, estaba decidida a conocer a este apuesto caballero. Desestimó la petición de Megan para que regresara a la cocina para tomar sus medicinas; fue lo único que se le había ocurrido para evitar que se acercara.

Bruno ignoró el ruego de Megan y se acercó a Ana, extendiendo su mano.

—Buenos días, soy Bruno Navarro, y tú debes ser la señora Ana —saludó Bruno, estrechando su mano mientras mantenía una sonrisa calculada.

—Sí, mucho gusto; no recuerdo haberte visto antes. Dime, ¿eres amigo de Megan?

—No, apenas la conozco.

—Madre, si nos disculpas, voy a acompañar a este señor al pueblo —dijo Megan, intentando terminar la conversación.

—¿Qué son estos modales? ¿Desde cuándo eres tan grosera? —le reprochó su madre, antes de volver su mirada a Bruno—. Por favor, pasa, ¿te gustaría tomar un café?

—Gracias, pero no creo que quieras invitarme después de que te diga el motivo de mi visita.

—¡Nooo! —gritó Megan—. No te atrevas.

—Megan, ¿qué está pasando? ¿Por qué estás tan nerviosa?

—Lo que imaginaba, tu hija no te ha contado nada.

La tensión en la sala era palpable. Megan estaba de pie, con los puños cerrados, tratando de contener la furia que ardía en su interior. Sentía cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba, esperando que este hombre hiciera un comentario imperdonable. Su madre, aferrada a su bastón, miró a su hija en busca de respuestas, pero solo encontró desesperación.

Megan lo miró con ojos suplicantes, su voz apenas un susurro al rogarle: "Por favor... no lo hagas". Él mantuvo su mirada fija en ella, fría como el hielo, sin el menor atisbo de compasión. Incluso cuando una lágrima rodó lentamente por su mejilla, no mostró ninguna reacción. Su rostro permaneció imperturbable, implacable. Cuando Megan entendió que no iba a detenerse, que sus palabras caían en el vacío, su esperanza se desmoronó, dejando un peso abrumador en su pecho.

Su corazón latía descontrolado; sabía que estaba a punto de escuchar una tragedia. El sonido del reloj en la pared, marcando los segundos con insistencia, era lo único que rompía el silencio asfixiante.

Bruno no se inmutó ante la súplica tácita de Megan. Finalmente, rompió el silencio con una voz firme y fría, carente de compasión:

—Yo soy el propietario de esta hacienda —anunció, dejando que cada palabra se deslizara lentamente, como veneno en el aire. La incredulidad se reflejaba en el rostro de Ana, cuyos ojos se ensanchaban, incapaces de asimilar la realidad que le presentaba.

Bruno hizo una pausa para disfrutar el momento, por esto había trabajado muy duro.

—Para ser más exacto —continuó Bruno, con una calma que solo incrementaba la angustia—, soy el dueño de todo lo que antes les pertenecía.




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