El lunes amaneció helado y nublado, como si el cielo presagiara la pesadez del día que estaba por comenzar. Megan lo observó desde la ventana, con una sensación de vacío en el pecho que contrastaba con la decisión que había tomado de aprovechar cada minuto. Se levantó temprano, mucho antes que su madre y Rosita. El frío parecía agudizar sus pensamientos, que giraban incesantes en su mente como una tormenta de preocupaciones y tareas por resolver. Sabía que el día sería agotador, pero algo en su interior, una chispa de resistencia que no sabía de dónde provenía, la impulsaba a seguir adelante.
Se detuvo frente al espejo por un momento. El reflejo le devolvió una mirada cansada, con sombras profundas bajo los ojos, señales de noches de desvelo y angustia. Sin embargo, no iba a permitir que el peso de la derrota la aplastara. Desde la noticia devastadora, su vida había sido un torbellino de confusión y miedo, pero, lentamente, había comenzado a aceptar la dura realidad: debía ser fuerte, no solo por ella, sino por su madre.
Ese lunes sería el comienzo de algo nuevo, se prometió. Tenía una lista de tareas interminables. Primero, debía ir al banco y esclarecer la existencia del préstamo de su padre, que supuestamente los había dejado en la ruina. Necesitaba revisar las deudas, el estado de las cuentas bancarias y movimientos de su padre. También, retirar dinero para los gastos que se avecinaban. Aunque sabía que revisar los últimos asuntos de su padre sería doloroso, no le quedaba opción. No podía permitirse más sorpresas.
Después, le esperaba una tarea igual de pesada: seguir empacando. La idea de vaciar la casa, de desprenderse de las pertenencias familiares, la llenaba de nostalgia y tristeza, pero comprendía que era un paso necesario. Tenía que encontrar también ayuda para terminar con el embalaje y trasladar lo esencial a la casa del señor Rafael. Cada gesto de esa mudanza no solo representaba un nuevo comienzo, sino también un recordatorio amargo de todo lo que estaba quedando atrás.
A pesar de las dificultades que enfrentaba, se negaba a dejar que el miedo o la incertidumbre dominaran su vida. Ella era Megan Vela, y si algo había aprendido de sus padres, era a ser fuerte; aunque otros confundían esa fortaleza con orgullo. Hasta ahora, su vida había sido plena, cómoda, sin grandes contratiempos que la sacudieran. Nunca había tenido que enfrentarse a un desafío de tal magnitud, y aunque había crecido en un hogar amoroso, lleno de comodidades, siempre fue consciente de las desigualdades que existían más allá de su entorno privilegiado. Le enseñaron a valorar lo que realmente importaba: la salud, el amor y la unidad familiar, por lo que jamás permitió que el dinero la definiera.
Megan siempre se había comportado de manera humilde, empática y solidaria, manteniéndose firme en sus principios a pesar de las riquezas que la rodeaban. Ahora, enfrentando la ruina, ese convencimiento solo se reafirmaba. Sabía que, al final, los bienes materiales eran solo eso: recursos. Pero lo que realmente la inquietaba no era la pérdida de las propiedades, sino el futuro de las empresas de su padre y la vida de las personas que dependían de ellas. Pensar en los empleados, en sus familias, en toda la comunidad que giraba en torno a esos negocios, la llenaba de un temor profundo. La idea de que tantas vidas estuvieran en riesgo por decisiones que escapaban de su control, y a voluntad de ese hombre, le producía una angustia que no podía apartar de su mente.
Megan deseaba con todas sus fuerzas que los problemas se limitaran únicamente a los bienes familiares y que el nuevo dueño tuviera la sensibilidad y responsabilidad para preservar el legado de su padre. La incertidumbre la carcomía, cada duda era como una piedra que se sumaba a una carga cada vez más pesada, asentándose en su pecho con una fuerza abrumadora que no la dejaba en paz. Sabía que, a pesar de todo, no podía rendirse. El destino de tantas personas dependía de su fortaleza, y no podía fallarles. Por lo menos temporalmente, hasta evidenciar que sus derechos no fueran vulnerados.
Su mayor preocupación ahora era la salud de su madre; no podía permitirse perderla también. Cada vez que pensaba en Ana, una angustia profunda se apoderaba de ella, y sabía que tenía que protegerla de cualquier estrés adicional. Las decisiones que tomaba ya no solo se basaban en salvar su hogar o su estabilidad financiera, sino en preservar lo único que realmente importaba: su familia. El amor y la unidad que compartían eran los verdaderos tesoros, esos que nadie, por más difícil que fuera la situación, podría arrebatarle.
Esa mañana, tras asegurarse de que su madre estuviera lo mejor posible, decidió salir a realizar sus diligencias. No tenía tiempo que perder, así que ensilló a Silvestre y partió en dirección al pueblo, sintiendo el aire frío azotarle el rostro mientras cabalgaba. La brisa cortante parecía querer frenar su determinación, pero ella no estaba dispuesta a ceder.
Sabía que sería un día complicado, lleno de desafíos que pondrían a prueba su fortaleza, pero estaba decidida a seguir adelante. En su mente, repasaba su lista de prioridades como si fuera un mantra: Lo primero será ir al banco, luego recoger las llaves de la nueva casa. Después, hay que conseguir todo lo necesario para empacar: cajas, cinta, espuma y demás materiales. Finalmente, coordinar la mudanza. A pesar de la incertidumbre, su voluntad permanecía firme, recordándole que debía mantener el control.
Al llegar a la entrada del pueblo, dejó a Silvestre en una caballeriza. Se despidió de él con una suave caricia en el lomo, agradeciéndole en silencio por la tranquilidad que le brindaba con cada cabalgata. Mientras recorría las calles a pie, el movimiento del pueblo comenzaba a cobrar vida con el paso de la mañana, pero su mente estaba completamente enfocada en lo que debía hacer.
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Editado: 08.11.2024