Megan se encontraba en el pasillo, observando la expresión de Rosita, quien le señalaba el cuarto de huéspedes. Con pasos lentos y tratando de ver a su alrededor, se dirigió hacia allí, comprendiendo que su madre se encontraba descansando en ese cuarto. Al entrar, encontró a Ana dormida; su rostro sereno y tranquilo no dejaba entrever los momentos difíciles que había pasado antes de su colapso.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Megan, con una expresión de preocupación.
—Estaba bien, pero se alteró cuando llegó la familia de ese hombre —respondió Rosita, con la voz temblando ligeramente—. Entraron con tal arrogancia y esa mujer llamada Marcela se enfrentó a tu madre, cuando les preguntó quiénes eran y por qué entraban de esa manera.
Megan estaba furiosa por lo que escuchaba. Permaneció en silencio, permitiendo que Rosita continuara relatándole lo sucedido.
—Esa mujer tan desagradable dijo que son la familia Navarro y vienen a tomar posesión de todo. Tu madre, educadamente, les pidió que se retiraran, que podían volver mañana por la tarde, cuando nos mudáramos, y que ahora no tenían derecho a irrumpir de esa forma. Pero siguió caminando con un aire triunfal, ignorando las palabras de doña Ana.
—Oh madre, lo siento, te dejé sola —murmuró Megan lamentándose.
—Esa mujer hizo entrar a unos hombres y los llevó directamente a sus habitaciones. Primero entraron a la habitación de tu madre y les ordenó que guardaran en bolsas toda la ropa y cosas personales. Dijo que ese era su cuarto y no quería ver nada que le recordara a sus antiguos “inquilinos”. Luego fue directo a tu alcoba e hizo lo mismo; dijo que sería el cuarto de ese hombre. Las bolsas negras de basura las bajaron y las dejaron al frente de la casa. Señaló el cuarto de huéspedes contiguo, para que revisaran por si había algo que retirar.
Megan sintió cómo la furia la invadía. La idea de que extraños irrumpieran en su hogar, fueran groseros y para colmo tocaran sus cosas personales, era inaceptable.
—No entiendo por qué con tanta cizaña; nos resistimos, es cierto, pero nunca nos negamos a mudarnos —dijo Megan.
—La señorita parece diferente —continuó Rosita—. Le decía “tía, cálmate, vámonos y regresemos mañana; hay que darles tiempo para que desocupen y hagan la entrega”. Pero no aceptó y, por el contrario, le contestó fuerte diciéndole “si no vas a ayudar, entonces no te metas”.
Rosita siguió relatando cómo había sido esa situación tan desagradable.
—Luego se dirigió a tu madre y le dijo “ya está empacado todo lo que les pertenece; estos hombres la llevarán al pueblo”. Y me dijo que yo podía quedarme aquí a trabajar para ellos; ¡que tal! Ni loca las cambiaría a ustedes por esa gente.
Tu madre estaba tratando de llamarte, pero no contestabas. Megan se arrepintió al recordar que había ignorado sus llamadas, pensando que solo quería preguntarle cómo le había ido en el banco. Podía sentir cómo su corazón latía con fuerza mientras escuchaba las palabras de Rosita. La idea de perder su hogar y ser echadas de esa manera le llenaba de indignación.
—¿Cómo se atreven a hacer semejante cosa? —exclamó Megan, buscando respuestas en los ojos de Rosita—. Además, mañana era el día en que debíamos abandonar la hacienda; ¿un día no podían esperar?
Rosita asintió con tristeza.
—Eso también les dijimos, pero no les importó. Bueno, la mujer joven no sabía qué hacer; la mujer mayor era quien nos estaba echando sin compasión.
Hizo una pausa y continuó:
—Tu madre le contestó que no iría a ninguna parte hasta que tú llegaras y que solo se entendería con el propietario. Ante la determinación de doña Ana, entonces decidió llamarlo. Yo te estuve marcando muchas veces también.
—Ahh entonces esa fue la llamada —dijo Megan recordando—; yo estaba con él en ese momento; ahora veo por qué salió rápido, pese a que me estaba humillando.
Rosita no se callaba. Ofendida, seguía dando detalles sobre esos momentos incómodos y molestos.
—Esa mujer fue muy grosera —dijo Rosita— hasta que llegó ese hombre. Cuando él apareció, se veía disgustado; por lo visto no los esperaba. Ella cambió de actitud y trató de decirle que se habían equivocado, pero que igual debíamos desocupar. Si vieras cómo su voz se tornó más suave, como si no se hubiese mostrado como una arpía.
Rosita continuó desahogándose y cuando llegó a la parte del colapso nervioso, le contó que su madre comenzó a sentirse mal y Bruno alcanzó a tomarla del brazo antes de que cayera al suelo. Mencionó que él parecía preocupado y no sabía qué hacer mientras miraba hacia la sala y las escaleras. Ante las señas de Rosita, subió al segundo piso con su madre en brazos y esperó arriba hasta que ella le indicara dónde llevarla.
“Yo corrí tras él”, recordó Rosita con claridad. “Por unos segundos nos miramos; él no sabía hacia dónde ir; parecía esperar que le indicara”. Instintivamente señalé el cuarto de tu madre; estaba muy preocupada.
Ofendida, le contó cómo la tía malvada —como ella la apodó— impidió que la recostara en su cama; por eso terminaron en una de las habitaciones de huéspedes. Cuando estaba a punto de abrir la puerta, apareció esa mujer y dijo con rabia: “No puedes llevarla allí; ese es mi cuarto ahora”. Desesperada por encontrar una solución rápida, señalé el cuarto de huéspedes. “Llévala allí”, fue lo único que se me ocurrió en ese instante.
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Editado: 08.11.2024