Herencia de Dolor

Capítulo 9. REVELACIONES SUTILES

El amanecer llegó tímido y lento, apenas logrando bañar el invernadero con una luz tenue que parecía suavizar el caos dejado por la tormenta. Afuera, el barro y los charcos reflejaban los primeros rayos de sol, testigos del aguacero nocturno. Megan despertó adolorida, con el cuerpo entumecido y la ropa pegajosa y húmeda, cubierta de tierra y restos de hojas. Cada músculo le recordaba el esfuerzo de la noche, y un escalofrío la atravesó, insinuando que su entrega podría costarle más que solo unas horas de sueño.

Se incorporó, observando los resultados de su esfuerzo con detenimiento. Las plantas bajo el techo del invernadero se mantenían firmes; solo algunas hojas estaban maltrechas por el viento y las goteras, pero, en general, los cultivos más delicados habían resistido. Sintió un alivio profundo, sabiendo que cada minuto bajo la lluvia había valido la pena.

Las técnicas que habían usado, como reforzar los drenajes, crear canales de desvío y colocar sacos para contener el agua alrededor de las plantas, aunque sencillas, habían demostrado su eficacia. Eran métodos comunes en fincas para mitigar daños en lluvias intensas, y aunque las plantas en el invernadero estaban mejor protegidas, el esfuerzo adicional de Megan para asegurar el drenaje, había evitado un desastre.

Aunque agotada, Megan sintió una satisfacción silenciosa al ver que el esfuerzo conjunto había salvado la cosecha de una pérdida inminente. Al pensar en sus trabajadores y en las familias que dependían de esos cultivos, una sensación de alivio y gratitud la invadió.

Desde la noche anterior, Ana había adivinado que, atrapada por la tormenta, su hija buscaría refugio en alguno de los invernaderos. No obstante, la preocupación la mantuvo despierta, y al ver que Megan no había regresado al amanecer, pidió a los trabajadores que fueran temprano a buscarla, para asegurarse de que estuviera bien.

Antes de que Megan pudiera dirigirse a la hacienda, algunos de los trabajadores ya estaban llegando. Al abrir la puerta del invernadero, la encontraron revisando la plantación. Se alegraron de verla ilesa, aunque no podían evitar sorprenderse. Cualquiera que la viera, cubierta de barro y con el cansancio aún visible en su rostro, nunca imaginaría que era la querida hija de uno de los hombres más importantes de la región. A pesar de su aspecto agotado, su sonrisa estaba intacta.

Los trabajadores intercambiaron miradas de respeto y admiración; sabían que esta no era la primera vez que Megan se sacrificaba por los cultivos. Conocían bien su compromiso, que no era simplemente una responsabilidad impuesta. Ella no tenía ninguna obligación de estar allí, después de todo, ya ni siquiera era la dueña de la Hacienda; y aun así, se mantenía al pie del cañón, mostrando que sus esfuerzos iban más allá, de lo que cualquiera podría esperar.

—¡Señorita Megan! —exclamó uno de los trabajadores con alivio—. Doña Ana estaba preocupada, nos pidió que viniéramos a buscarla apenas amaneciera.

Megan con ánimo los saludó, a pesar de que el frío hacía que su cuerpo temblara ligeramente. Sabía que su madre seguramente había pasado la noche inquieta, pero no se arrepentía; y aunque sentía el cansancio en cada músculo, estaba orgullosa de haber hecho lo necesario para proteger las cosechas.

—Gracias, chicos. Fue una noche complicada, pero creo que los cultivos estarán bien —respondió con una voz suave pero firme—. Anoche intenté regresar, pero la tormenta me obligó a quedarme. ¿Saben cómo están los demás cultivos?

Los trabajadores compartieron lo que habían visto de camino: los cultivos estaban en buen estado, considerando la fuerza de la tormenta. Le aseguraron que ellos se encargarían de todo, limpiarían y harían los arreglos necesarios. Uno de ellos insistió en acompañarla de regreso a casa, para asegurarse de dejarla con su madre.

Mientras tanto, en la casa, Marcela se movía con expresión contrariada. Observaba el ir y venir de la preocupación en torno a Megan, con una frialdad inexpresiva, incapaz de entender el revuelo. Desde su perspectiva, todo aquello era innecesario. Nadie había obligado a Megan a salir en plena tormenta ni a proteger algo que, en última instancia, no le pertenecía. Si algo le hubiera sucedido, pensaba Marcela, habría sido resultado de sus propias decisiones, y no creía que los demás debieran cargar con esa responsabilidad.

Con impaciencia, Marcela caminaba por la sala, lanzando miradas de desaprobación hacia Ana, quien aún esperaba ansiosa, a pesar de haber recibido noticias de los trabajadores.

—No entiendo tanto drama —dijo, frunciendo el ceño—. Si ella decidió salir sola, es su problema. No voy a permitir que las acciones de una malcriada, afecten nuestras vidas.

Ana apenas le dirigió una mirada cansada, demasiado absorta en su preocupación como para discutir. Marcela seguía repitiendo lo mismo, sin esperar una respuesta, como si sus palabras fueran la única verdad en el salón.

Al ver que nadie le prestaba atención, se sentó en el comedor y golpeó la mesa con la palma de la mano.

—¡Que alguien me traiga el desayuno! —exigió en voz alta, buscando imponer su presencia.

En la cocina, Rosita intentaba preparar los desayunos, pero el nerviosismo hacía que sus manos fallaran. Wendy, al notar que Ana seguía esperando la aparición de su hija, fue en su apoyo. Mientras, Marcela ahora acompañada por Armando, mantenía su expresión de disgusto y no dejaba de murmurar sobre el “alboroto” innecesario. Como siempre, su actitud dominante y agresiva prevalecía.




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