Herencia de Dolor

Capítulo 10. VOCES INTERNAS

La semana llegó a su fin, y el sábado por la tarde, Megan decidió tomarse una pausa después de las labores del día. Montó a Silvestre y se adentró en los campos que tanto amaba. El aire fresco y la inmensidad del paisaje parecían aliviar el peso que cargaba en sus hombros. Con cada galopada, sentía cómo los pensamientos que se amontonaban en su mente comenzaban a disiparse, dejando espacio para la tranquilidad que siempre encontraba en la compañía de su fiel caballo.

Mientras tanto, Bruno, apoyado en el marco de la ventana de su oficina, repasaba mentalmente los acontecimientos de la semana, mientras terminaba de revisar algunos informes. Había decidido involucrarse más de cerca en el funcionamiento de la hacienda, y aquella elección le había revelado algo inesperado.

En los días anteriores, se había animado a observar tanto la parte productiva como la dinámica cotidiana de las personas que vivían y trabajaban allí. Al compartir con los trabajadores y, en algunos momentos, incluso con los vecinos, había comenzado a entender el vínculo que Megan defendía con tanto fervor.

Ese sentimiento de pertenencia cobraba sentido al ver cómo las vidas de las personas se entrelazaban en torno a la tierra, al trabajo y a sus familias. Había algo profundamente humano en las conversaciones cálidas, las risas espontáneas y las discusiones que surgían por las inevitables diferencias. Para su sorpresa, aquella atmósfera sencilla y auténtica le resultaba casi familiar, como si por un instante pudiera apartar su rígido propósito y simplemente disfrutar.

Era la primera vez que Bruno decidía pasar un fin de semana completo en la hacienda. Su intención era involucrarse más, pero la experiencia resultó ser diferente de lo que había anticipado.

Su hermana Wendy, lo buscó y, al encontrarlo absorto en sus pensamientos, lo observó durante unos segundos con curiosidad. Finalmente, en un impulso, lo invitó a dar un paseo. Bruno aceptó, y juntos caminaron por los senderos que rodeaban la propiedad, hasta llegar al kiosKo. Allí se sentaron, y entre risas nostálgicas, desempolvaron recuerdos y anécdotas que no mencionaban desde hacía tiempo. La calma de la tarde les permitió disfrutar de un momento de conexión que hacía mucho no compartían.

Poco después, Marcela y Armando se unieron a ellos. Aunque participaron por un rato, Marcela pronto dejó ver su impaciencia. Cansada de la tranquilidad de la hacienda, le pidió a Armando que la llevara al pueblo. Marcela siempre había sido extrovertida y egoísta, y para ella, demasiada quietud era sofocante, y más si se trataba de varios días.

Sus sobrinos entendían que extrañaba la vida en la ciudad y no les incomodaba que saliera. Al contrario, se sentían más tranquilos sabiendo que Armando la acompañaba, dispuesto a tolerar y apaciguar sus cambios de humor. Wendy, en particular, agradecía que su esposo tuviera esas distracciones. Conocía el sacrificio que él había hecho al dejar su carrera para cuidarla, y eso la llenaba de una silenciosa culpa, que a menudo trataba de disimular.

Ambos hermanos permanecieron completamente relajados, disfrutando de la tarde sin apuros. Desde la distancia, Ana los observaba con atención. Se fijó especialmente en Armando, cuando permanecía de pie junto a su esposa con una expresión cordial, pero carente del afecto que ella habría esperado ver en un esposo. Con un leve pesar, reconoció que esta no era la primera vez que notaba esa frialdad. Su relación parecía, más cercana a la camaradería de amigos, que al calor de un matrimonio.

Ana no pudo evitar compararlos con lo que ella había vivido con Angelo. Recordó con nostalgia los años en que su esposo la miraba, con una ternura tan genuina, que hacía imposible ocultar el amor que sentía por ella. Habían compartido un vínculo entrañable, de esos que se reflejan en los pequeños gestos, en cada mirada, en cada palabra. Su relación había sido un refugio de amor sincero y profundo.

Suspiró, preguntándose si estaba siendo injusta con Armando. Quizás no todos los matrimonios eran como el suyo había sido, y no tenía derecho a juzgar. Pero esa frialdad seguía inquietándola.

Mientras se sumía en sus recuerdos, imágenes de Angelo y Megan compartiendo tardes similares, acudieron a su mente. Padre e hija solían pasar momentos despreocupados entre risas y charlas sin prisas, y esos recuerdos llenaron el corazón de Ana de una dulce melancolía. Inspirada por esas memorias, decidió hacer algo especial.

—Rosita, vamos a prepararles una merienda —dijo, con una chispa de entusiasmo en la voz.

Juntas se pusieron manos a la obra, y Ana no pudo evitar alegrarse de que este pequeño gesto fuera solo para ellos.

Con dedicación y esmero, Ana y Rosita prepararon una bandeja que parecía un festín. Empanaditas rellenas de pollo, sazonadas con especias frescas, crujientes por fuera y suaves por dentro, se presentaban como el centro de atención. Las acompañaron con una mermelada de durazno con un toque de canela, ideal para resaltar los sabores. Añadieron rodajas de queso, combinadas con una delicada salsa de frutos rojos que ofrecía un contraste dulce y sutil.

Además, prepararon una refrescante jarra de limonada con menta, perfecta para la tarde soleada, y como toque final, unos pequeños hojaldres rellenos de mermelada de moras, cuya dulzura y acidez complementaban de manera impecable la merienda.

Cuando llevaron la bandeja al kiosko, los hermanos reaccionaron con sorpresa y entusiasmo. Wendy fue la primera en elogiar cada detalle.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.