Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 1

Año 1842, Londres.

Dentro de la residencia de los Weaver, los gritos eran contenidos por las paredes de la habitación. Leandro, con el corazón enardecido, exigía una vez más poder ver a la mujer que amaba. Ya había pasado un año desde el último día que pudo ver a Mariel.

—Usted, como su madre, debería preocuparse más por ella que por el qué dirán… ¡Esto es insoportable! —decía Leandro, contenido por dos hombres que lo sujetaban de los brazos. No podía hacer más que elevar la voz, intentando que ella escuchara el clamor de su alma.

—¡Claro que me preocupo! —respondió ella con voz firme—. ¿Cómo se atreve? Usted mismo lo dijo: soy su madre, y como tal, debo velar por la reputación de mi hija. Usted no debería estar aquí, haciendo este escándalo.

—Entonces déjeme verla. Déjeme estar con mi familia —rogó Leandro, con la voz quebrada—. He sido cuidadoso durante todo este tiempo, tal como usted exigió, solo para silenciar las habladurías.

—Y debería agradecerme por ello —replicó ella, con un dejo de dureza—. Su hijo vive bajo este techo, tiene pan en la mesa. Al menos mi hija y ese niño no están condenados a vivir como usted.

Aquellas palabras entraron en Leandro como un puñal; le recordaban, cruelmente, que no estaba a la altura de la familia Weaver, que no tenía la fortuna ni el nombre de Mariel. Su sangre ardía por la rabia y la impotencia.

Mientras tanto, Mariel estaba en su alcoba, abrazada a su pequeño hijo de cuatro años, leyendo el libro que sus padres le habían regalado en la infancia, mientras pensaba que en algún momento Leandro vendría nuevamente por ellos. La casa era tan grande que no llegaba a escuchar el estrépito que rompía la calma del otro lado.

Gabriel, su hijo, era la prueba viva del amor que ella y Leandro compartían. Cuando su madre supo de su embarazo con el encargado de cuidar los caballos y el establo, el mundo de Mariel se oscureció. Estaba dispuesta a hacerla abortar; un bebé nacido fuera del matrimonio, y peor aún, de un hombre sin la posición económica acorde a los Weaver, sería un escándalo, una mancha imborrable en el prestigioso apellido.

Su madre la amaba, eso era cierto, pues era su única hija. Pero también amaba su posición en la sociedad, y no estaba dispuesta a perder ni una cosa ni la otra. Por eso, aceptó al niño solo para que Mariel permaneciera en la casa, pero Leandro debía marcharse. Sólo sería aceptado cuando pudiera ofrecerles la estabilidad y el bienestar que la familia merecía.

Mariel aceptó esa realidad amarga porque Leandro se lo pidió, en ese momento, él sabía que no podía darle el refugio que sus padres le habían dado a ella. Prefería que su familia viviera con comodidades, esperando el día en que él regresara con los medios para llevárselos lejos de esa mansión.

Leandro tenía permitido venir solo una vez al mes para ver a Mariel y a Gabriel. Siempre debía ser discreto, entrar y salir bajo la mirada vigilante de la señora Weaver. Pero en secreto, los dos amantes se encontraban ocasionalmente en la oscuridad de la noche, se juraban un amor eterno y se prometían que pronto, muy pronto, se irían los tres juntos.

Tres años después, bajo las mismas estrictas reglas, Leandro le propuso a Mariel que lo esperara un tiempo para que pudiera viajar, trabajar y lograr reunir algunos recursos, lo suficiente para intentar comenzar su vida con ellos. Esa noche, su corazón latía con fuerza, sabía que era una decisión difícil para ambos, pero estaba dispuesto a llevarse a su amada y a su hijo para siempre.
Bajo la inocencia del amor, Mariel aceptó esperarlo, lo seguiría amando con la misma intensidad cada día hasta que él regresara.

Pero esa noche la señora Weaver no estaba dispuesta a perder a su hija. Haría lo que fuera necesario para hacer que ese hombre cambiara de opinión…

Leandro apretó los puños, su mirada fija y decidida, mientras se plantaba frente a la señora Weaver en el salón principal, iluminado tenuemente por la luz de un candelabro.

—Señora Weaver —comenzó con voz firme—, he trabajado duro. No solo para mí, sino para mi familia. Tengo el dinero suficiente para mantener a Mariel y a Gabriel. No les ofrezco riquezas, pero sí una vida honesta y digna.

Ella lo miró con desprecio, cruzándose de brazos.

—¿Dinero? —repitió con sorna—. Lo que tienes no es más que unas monedas para sobrevivir modestamente. ¿Crees que eso basta para el nombre Weaver? ¿Para la posición que ella merece?

—No me importa la posición ni el qué dirán, y estoy seguro que a su hija tampoco—contestó Leandro con pasión—. Me importa mi familia, la mujer que amo y nuestro hijo. Mariel merece ser feliz, y Gabriel merece un padre presente. No más humillaciones, no más silencios.

La señora Weaver dio un paso hacia él, su voz bajó pero su tono era firme y cortante.

—¿Y crees que dejaré que arruines el futuro de mi hija por tu orgullo? Ella nació en esta casa, con privilegios que tú no podrás darle. Aquí está segura, aquí tiene todo lo que necesita.

Leandro sintió un nudo en la garganta, pero no cedió.

—Esta casa no es un hogar para ellos. Quiero llevármelos, protegerlos de esta falsa perfección que solo los ahoga. Solo deseo lo mejor para ambos. Déjenme ser el hombre que necesitan.

La señora Weaver comprendió en ese momento que ninguno de los dos cedería.

— Escucha Leandro, aunque no lo creas soy una mujer compasiva,—comenzó ella, con voz suave pero venenosa—, debes ser menos iluso. No me dejas otra alternativa más que decirte la verdad, Mariel ya te olvidó.

Leandro la miró incrédulo, como si esas palabras fueran un golpe inesperado.

—Eso no puede ser cierto —respondió con voz rota—. Mariel me ama. ¡Quiero hablar con ella!

La señora Weaver, clavando la mirada con dureza, no estaba dispuesta a perder esta discusión.

—No tendrás esa oportunidad. Mariel conoció a otro hombre, alguien con quien puede aspirar a un futuro decente. Ella se está enamorando, Leandro. Es hora de que lo aceptes.




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