Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 3

El cielo se teñía de tonos ámbar y rosados cuando Gabriel y Marcos se acercaron al carruaje. La luz cálida del atardecer bañaba las fachadas de las casas, proyectando sombras alargadas sobre la calle empedrada. El cochero, ya en su puesto, sujetaba firmemente las riendas mientras los caballos resoplaban, impacientes por iniciar el largo viaje hacia Kensington.

Antes de subir, Gabriel se volvió hacia su casa. No era una despedida, pues seguiría bajo el cuidado de una persona de confianza y allí continuarían almacenándose los vinos y licores que sostenían el negocio familiar. Pero no pudo evitar que le invadiera cierta melancolía al pensar en los años vividos entre esas paredes, en las tardes observando a su padre trabajar en el despacho, en la calidez de cada rincón. Sus labios se curvaron apenas en una tenue sonrisa antes de girarse y subir al carruaje.

Dentro, Marcos ya estaba sentado, observándolo en silencio. No necesitaba preguntar qué pasaba; bastaba con ver el gesto tranquilo pero serio de Gabriel para entender que su mente estaba en los recuerdos. Aun así, optó por callar, respetando el momento.

Con un leve crujido de ruedas y el golpeteo rítmico de los cascos sobre la piedra, el carruaje se puso en marcha, dejando atrás las calles conocidas para adentrarse en rutas más abiertas.

La luz del sol, antes dorada, se tornaba cada vez más tenue, tiñendo el horizonte de tonos púrpura y azul profundo. El aire fresco del anochecer se filtraba por las pequeñas rendijas de las ventanas, trayendo consigo el aroma a tierra húmeda y a leña encendida proveniente de alguna casa lejana.

Gabriel mantenía la mirada fija en el paisaje, viendo cómo los campos se extendían a ambos lados del camino. De vez en cuando, alguna carreta pasaba en dirección contraria, iluminada por la luz trémula de un farol.

Marcos, por su parte, repasaba mentalmente la lista de asuntos que debían atender una vez que llegaran. Aunque no decía palabra, cada tanto echaba un vistazo a Gabriel, notando en su expresión una calma contenida, como si estuviera midiendo mentalmente cada paso de lo que vendría.

A medida que la oscuridad se adueñaba del camino, el cochero encendió los faroles del carruaje, proyectando un halo cálido que apenas iluminaba unos metros por delante. El resto quedaba envuelto en sombras y en el misterioso silencio de la noche, interrumpido solo por el sonido de los caballos y el leve chirrido de las ruedas.

El silencio del viaje se rompió cuando Marcos, recostándose ligeramente contra el asiento, dejó escapar una sonrisa.

—Con este silencio, el cochero va a creer que estamos tramando un asesinato… y que él es la víctima —bromeó, con un tono burlón que buscaba aligerar el ambiente.

Gabriel apartó la vista del paisaje que apenas se notaba por la luz de la luna y lo miró de reojo, apenas dibujando una mueca que no llegaba a ser sonrisa.

—Es que, no sé… —continuó Marcos, entornando los ojos para observarlo mejor—. Te noto distinto. Como si estuvieras repasando mentalmente un plan mil veces… o como si tu cabeza estuviera demasiado lejos de aquí.

Gabriel suspiró suavemente.

—No es nada que valga la pena explicar ahora —dijo con voz baja—. Solo cosas que debo ordenar en mi cabeza.

Luego, fijó la mirada en Marcos.

—¿Alguna vez has pensado que quizá estás tomando una decisión incorrecta?

Marcos lo miró a los ojos, serio pero firme.

—La única cosa que tenemos permitida es creer que no nos arrepentiremos de la decisión que tomemos. Creer con firmeza en nuestra elección, confiar en que hicimos lo mejor posible y aceptar las consecuencias sin remordimientos.

Gabriel permaneció en silencio unos segundos, mirando al frente, como si las palabras de Marcos hubieran despertado un torbellino interno. Finalmente habló, con voz pausada y cargada de sinceridad:

—Quizás tengas razón. Pero la verdad es que a veces siento que las decisiones más importantes son las que menos garantías nos ofrecen. Y aun así, debemos tomarlas. Es como caminar en la oscuridad sin saber qué hay al final del camino, solo con la esperanza de que valga la pena.

Se volvió hacia Marcos y añadió:

—Lo que me aterra no es tanto el error, sino el peso de lo que podría dejar atrás.

Marcos fijó la mirada en Gabriel, con una mezcla de sinceridad y calma.

—Las decisiones difíciles no se enfrentan con certezas absolutas —dijo—, sino con la valentía de avanzar a pesar de la duda.

Luego agregó con firmeza, pero con un tono cercano:

—Sabes que cuentas conmigo para lo que sea necesario. Estaré aquí para recordarte quién eres, especialmente cuando sientas que estás dejando algo de ti atrás.

Gabriel lo miró con gratitud, sintiendo cómo el peso en su pecho parecía aligerarse un poco.

—Gracias, Marcos. Eso significa más de lo que puedo decir ahora. —Hizo una pausa, respirando hondo—.

Marcos le sonrió con complicidad y, en un tono juguetón, dijo:

—Muy bien, ahora mantén esos hermosos ojos bien puestos en el camino, que si nos perdemos alguno de nosotros tiene que recordar como volver.

Gabriel soltó una ligera risa, agradecido por ese alivio en medio de la tensión del viaje.

Después de un par de horas, el cochero anunció que era momento de detenerse para que los caballos pudieran descansar y recuperar fuerzas. El carruaje se detuvo frente a una pequeña taberna de madera, iluminada por faroles que lanzaban un resplandor cálido sobre la entrada y el camino polvoriento.

Gabriel y Marcos descendieron, estirando las piernas y respirando el aire fresco de la campiña que se mezclaba con los primeros aromas de la ciudad, ya estaban casi cerca de su destino. El lugar, modesto pero acogedor, ofrecía un refugio perfecto para romper la monotonía del viaje: un fuego encendido en la chimenea, el aroma a pan recién horneado y cerveza, y el murmullo distante de algunos viajeros que ya se encontraban allí.




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