Marcos permanecía en el jardín, de pie, con las manos relajadas tras la espalda. Frente a él, una joven de cabello castaño claro y ojos vivaces intentaba mantener una conversación animada. Vestía un vestido verde esmeralda que, bajo la luz tenue de los faroles, resaltaba el tono claro de su piel.
Aunque la muchacha hablaba con entusiasmo sobre distintos temas como los últimos arreglos florales de su casa y lo difícil que había sido para su madre encontrar un buen modista, Marcos apenas intervenía con respuestas corteses. Asentía y sonreía de vez en cuando, más por educación que por interés real. En su interior, se sentía atrapado en una charla banal, carente de sustancia, y no podía evitar notar que la joven parecía estar haciendo su primer intento de conversación con un caballero.
Mantenía una sonrisa educada mientras la joven continuaba relatando, ahora con detalle, la decoración y lo lindo que se veia el jardin. Él, sin embargo, empezaba a sentir que las palabras le pasaban por encima cómo murmuró de un arroyo lejano.
Con disimulo, sus ojos recorrieron el jardín, buscando algún rostro familiar que pudiera rescatarlo de aquella conversación interminable. Y entonces lo vio: a pocos metros, entre los invitados que paseaban con copas en mano, a Eduardo, un caballero que había conocido en los primeros días tras su mudanza al lugar.
—¡Eduardo! —lo llamó, levantando ligeramente la mano con una sonrisa más genuina esta vez—. Justo hablábamos de lo agradables que están los jardines esta noche.
El caballero, curioso, aceleró el paso hacia ellos, mientras Marcos ya maquinaba mentalmente cómo excusarse para desaparecer discretamente en cuanto tuviera oportunidad.
Eduardo llegó con paso seguro y una leve inclinación de cabeza en señal de saludo.
—Marcos —dijo con cordialidad—, qué grata coincidencia encontrarte aquí.
—Lo mismo digo —respondió Marcos, girándose hacia la joven—. Estábamos conversando sobre temas… realmente interesantes.
La muchacha sonrió complacida, mientras Eduardo, apenas un instante después, dejó escapar una sonrisa ladeada. Lo conocía lo suficiente, aunque no hacía tanto que se habían cruzado por primera vez, para saber que Marcos rara vez empleaba la palabra “interesante” de forma literal. Aquello era, sin duda, una broma velada.
—Vaya —replicó Eduardo, jugando el juego—. Entonces no querría interrumpir una conversación tan… enriquecedora.
Marcos alzó una ceja, como si su amigo hubiese captado perfectamente su mensaje oculto, y ya estaba ideando cómo valerse de él para escabullirse. Aprovechó el comentario para dar un paso hacia Eduardo, como si algo urgente le hubiese venido a la mente.
—En realidad —dijo, mirando a la joven con una sonrisa educada—, acabo de recordar que tengo un asunto pendiente que debía comentar con mi buen amigo aquí presente.
—Por supuesto —respondió ella, aún convencida de que su charla había sido bien recibida—, ha sido un placer.
Los tres se inclinaron levemente a modo de despedida y, en cuanto ellos estuvieron a unos pasos de distancia, Marcos murmuró lo bastante bajo para que solo su compañero lo escuchara:
—Me acabas de salvar la vida.
Eduardo sonrió, divertido, mientras ambos se alejaban hacia un lugar más tranquilo en el jardín, bajo un par de faroles que iluminaban tenuemente la hierba, donde las luces y el bullicio de la fiesta llegaban apenas como un murmullo lejano.
Marcos se dejó caer contra la baranda de piedra del rincón apartado, cruzándose de brazos con gesto teatral.
—¿Sabes? Por un momento creí, que si escuchaba un minuto más sobre el gato de su tía, me iba a tirar al estanque.
Eduardo soltó una carcajada.
—¿El del lazo rosa?
—¡Ese mismo! —respondió, llevándose la mano a la frente como si aún intentara superar la experiencia—. Y no es que tenga nada contra los gatos, pero… si me lo volvía a mencionar, iba a empezar a maullar.
—Te entiendo —asintió Eduardo, divertido—. Estas fiestas son perfectas para eso: escuchar anécdotas sobre mascotas, recetas imposibles y… cómo no, rumores mal disimulados.
—Ah, sí, los rumores —dijo Marcos con media sonrisa—. El combustible oficial de esta clase de reuniones.
Ambos rieron, intercambiando miradas cómplices, sabiendo que ninguno de los dos estaba ahí por amor al ambiente.
—Al menos —continuó Marcos, mirando de reojo hacia el salón—, siempre me queda la esperanza de encontrar algo o alguien que valga la pena.
—O al menos una mesa con buen vino —añadió Eduardo, guiñándole un ojo. Luego, se inclinó ligeramente hacia Marcos, con una sonrisa cómplice.
—Mira, unos caballeros y yo hemos pensado en reunirnos en mi casa después de la fiesta —dijo—. Nada de charlas sobre gatos ni rumores absurdos; esta vez será algo más… real. Una buena conversación entre amigos.
—¿Y crees que podría unirme? —preguntó Marcos, animándose por la idea.
—Por supuesto —respondió Eduardo con un gesto afirmativo—. Será mucho más entretenido que esto.
Marcos esbozó una sonrisa genuina.
—Perfecto, me apunto si me prometes que habrá una charla real y no sobre la temperatura del té.
Eduardo rió por lo bajo.
—Te lo juro. Conversaciones reales… y quizás algo más fuerte que té.
Luego de un instante, Marcos continuo.
—Ya te digo que aquí adentro —señaló hacia el salón— solo se compite por quién dice el comentario más inútil.
—Y lo peor —añadió Eduardo con tono burlón— es que todos creen estar diciendo algo brillante.
Ambos soltaron una carcajada. Marcos, más relajado, dejó escapar un suspiro.
—Te juro que si no fuera por Gabriel, ni siquiera habría aceptado la invitación.
—¿Negarte no era una opción? —preguntó Eduardo, con una media sonrisa.
—Claro que lo era… pero entonces me habría arrastrado igual —replicó Marcos, encogiéndose de hombros—, y preferí ahorrarme la escena.
—Ustedes casi siempre andan juntos, ¿no es así? —comentó Eduardo con curiosidad.