Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 7

Las horas de la tarde transcurrían con calma en la residencia Weaver. La señora, siempre elegante en su porte y serena en su andar, se acercó a Evelin, que se hallaba en la cocina conversando con la cocinera mientras repasaban los últimos detalles de la cena.

—Evelin —dijo con voz firme, aunque no exenta de calidez—, necesito que vayas a la casa de la señora Dorothea Harrington. Irás acompañada de una de las sirvientas, por supuesto. Debes entregar una maleta con los vestidos que necesitan ser arreglados; ya está todo dispuesto en el carruaje.

La joven asintió con respeto, recibiendo la indicación en silencio. Su abuela, sin embargo, añadió con un matiz de advertencia en la mirada:

—Haz lo que te pido y regresa sin demora. No te entretengas más de lo necesario en el camino.

Evelin volvió a asentir, mostrando obediencia y consideración, aunque en su interior bullía una ligera impaciencia. Cuando se dirigió a la puerta junto a la muchacha asignada, una sonrisa apenas perceptible se dibujó en su rostro. Quizá pueda aprovechar para pasear un poco… pensó, mientras la brisa de la tarde acariciaba su piel y el crujido acompasado de las ruedas del carruaje marcaba el inicio de lo que, para ella, sería un breve escape de la rutina.

El carruaje avanzaba lentamente por las calles empedradas, y Evelin se recostó ligeramente en el respaldo, permitiendo que la luz dorada de la tarde acariciara su rostro mientras sus ojos recorrían los edificios y los jardines impecablemente cuidados. Cada detalle del trayecto le transmitía una sensación de libertad, un respiro breve y preciado en contraste con la rutina de la residencia Weaver.

Mientras contemplaba el paisaje, sus pensamientos divagaban. Quizá, si encontraba a alguien conocido, podría hacer una breve parada para intercambiar unas palabras, un pequeño gesto de normalidad en medio de la solemnidad que la rodeaba.

El carruaje giró suavemente hacia la calle donde se encontraba la casa Harrington. Evelin enderezó ligeramente la espalda, con un leve gesto de anticipación, preparándose para cumplir con su encargo, consciente de que, aunque la tarea era sencilla, le ofrecía la oportunidad de un instante de independencia y de reflexión.

Cuando el coche se detuvo, descendió con la criada a su lado y avanzó hacia la entrada. Fueron recibidas por la doncella, a quien saludaron con cortesía antes de entregar la maleta con los vestidos, doblados y etiquetados con esmero. La señora Harrington apareció poco después, ofreciendo unas palabras de agradecimiento y un elogio cordial por la puntualidad y el cuidado en la entrega.

Con el encargo cumplido, Evelin se despidió con una leve reverencia antes de volver a subir al carruaje. Cuando las ruedas retomaron su marcha, una sutil sombra de desánimo cruzó su rostro: no había hallado a nadie que le ofreciera el pretexto de una parada.

De pronto, sus ojos se posaron en Gabriel, que avanzaba por la calle con un porte seguro y audaz. La sorpresa, seguida de una oleada de emoción, la recorrió de inmediato. No lo esperaba allí, y aquel encuentro fortuito le aceleró el corazón, transformando lo que hasta entonces había sido un simple recado en algo súbitamente más significativo.

Gabriel caminaba con paso firme hacia el edificio de correos, una carta importante en mente. Sus pensamientos estaban tan centrados en su propósito que parecía abstraído del resto: del murmullo de la ciudad, del roce de la brisa vespertina y hasta de las miradas que, como la de Evelin, se detenían en su figura.

De pronto, una voz clara lo alertó:

—¡Señor Whitaker!

Al alzar la vista, distinguió un carruaje que se detenía cerca de él. En su interior, Evelin lo observaba con una sonrisa amplia que iluminaba su rostro. Gabriel, al reconocerla, le devolvió el gesto y se aproximó.

—¿Qué hace caminando por aquí? —preguntó ella, con un matiz divertido y un brillo pícaro en los ojos.

—Buenas tardes, señorita. Voy al correo —respondió él con naturalidad, procurando disimular la sorpresa de encontrarla allí.

—¿Quiere que lo acerque? —ofreció Evelin con entusiasmo—. Podríamos ir juntos.

Gabriel negó con la cabeza, esbozando una ligera sonrisa:

—Prefiero caminar. Nada mejor que aprovechar una tarea para estirar las piernas y despejar la mente.

Evelin frunció ligeramente el ceño, entre divertida y pensativa, y luego se volvió hacia el cochero:

—Muy bien —dijo con decisión—, continúe hasta el correo y espéreme allí.

Se volvió hacia la joven que la acompañaba:

—Tú quédate en el carruaje, ve con él.

La joven asintió y se acomodó, mientras Evelin descendió con cuidado, guiada por la mano firme de Gabriel, acomodando discretamente su vestido para evitar un tropiezo. Con paso ligero, se situó a su lado; él, en un gesto caballeroso, le ofreció el brazo. Juntos comenzaron a avanzar por la calle bañada por los últimos destellos dorados del atardecer, mientras la brisa suave envolvía aquel encuentro en una atmósfera inesperadamente grata.

Caminaban lado a lado, el leve roce de sus brazos al encontrarse con cada paso creaba una conexión silenciosa, apenas perceptible pero cargada de significado. Evelin rompió el silencio primero, con una sonrisa traviesa:

—No pensé encontrarlo por aquí a esta hora —comentó, mirando hacia él de reojo—. ¿Siempre va caminando al correo, o es un día especial?

Gabriel esbozó una sonrisa ladeada:

—Depende del día —respondió—. Hoy necesitaba despejar la mente antes de ocuparme de asuntos importantes. Caminar ayuda a ordenar las ideas.

Evelin rió suavemente, una melodía que hizo que Gabriel desviara apenas la mirada hacia ella.

—Bueno, supongo que puedo considerar este paseo como un favor entonces —dijo, intentando mantener la ligereza en la voz—.

Gabriel la miró de reojo, con una curiosa mezcla de interés, y preguntó:

—¿Acaso hay alguna idea en tu mente que necesite ordenarse, Evelin?




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