Apenas la puerta se cerró tras la partida de ambas señoritas, Gabriel volvió la vista hacia Marcos con un gesto sereno y una leve sonrisa en los labios:
—Gracias… por el favor que me hiciste.
Marcos lo sostuvo con la mirada, sin parpadear. Sus ojos, cargados de una intensidad inesperada, lo obligaron a detenerse. Gabriel, desconcertado, frunció el ceño.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja, percibiendo en aquel silencio algo mucho más denso que una simple incomodidad.
Dentro de Marcos se agitaba una tormenta. Sentía una impotencia feroz: por lo que acababa de descubrir en su propio corazón, por el recuerdo abrasador de aquel beso entre Gabriel y Evelin, por la rabia de saber que su amigo jamás le advirtió que la joven de la fiesta estaba en esa casa. Peor aún, la certeza de haber sido utilizado como simple distracción sin saber lo que realmente estaba sucediendo. Todo ello lo hería con la punzada de una traición sutil, invisible, pero imposible de ignorar.
Sus labios se tensaron en una línea dura, y con un tono cargado de enojo, Marcos soltó entre dientes:
—¿Acaso es una maldita broma?
Gabriel parpadeó, desconcertado por el arranque de su amigo. La sonrisa que aún llevaba en los labios se borró de inmediato, como si aquellas palabras hubieran deshecho cualquier atisbo de calma.
—¿Broma? —repitió, sin ironía, con un dejo de cautela.
Marcos mantenía la mirada fija en él, ardiendo en un silencio que lo decía todo. Gabriel, intentando descifrarlo, ladeó apenas la cabeza y dio un paso hacia adelante.
—No entiendo a qué te refieres —prosiguió, con una calma que parecía ensayada, aunque por dentro lo incomodaba la forma en que Marcos lo observaba: con enojo, con reproche.
Marcos apretó la mandíbula. Su voz salió áspera, cargada de rabia contenida:
—¿Te parece lógico, Gabriel? ¿Usarme como un bufón para entretener a una chiquilla mientras tú jugabas a ser el maldito galán con la otra?
La expresión de Gabriel se endureció al instante. Lo miró fijo, con los ojos fríos.
—¿Y qué querías que hiciera? —disparó, orgulloso, con un filo en la voz—. Necesitaba tiempo, y tú siempre supiste desenvolverte. No veo el problema. ¿Acaso no lo resolviste bien?
—¿Que si lo resolví bien? —Marcos repitió, con un tono ácido que rozaba el desprecio—. No se trata de eso. Se trata de que me usaste como si fuera un peón, como si mi única función fuese distraer a alguien que no te interesaba, solo para que tú pudieras jugar a conquistador barato.
Un destello casi burlón cruzó el rostro de Gabriel.
—¿Y acaso no lo hemos hecho siempre así? —replicó con voz baja, cargada de intención—. ¿O ya olvidaste todas esas noches en las que yo cubría tus huidas, mientras tú te divertías con alguna muchacha? ¿Olvidaste cuántas veces nos reímos de esas tretas, tú y yo, cómplices como siempre?
Se inclinó apenas hacia él, su tono más suave, casi persuasivo:
—No me digas que ahora te ofende algo que siempre compartimos.
Marcos retrocedió un paso, pero sus ojos no dejaron de fulminarlo. Su respiración era más pesada, la rabia le ardía en la voz:
—Eso era distinto, Gabriel. Siempre sabíamos que éramos cómplices, siempre estaba claro el juego. Pero esto… esto fue usarme sin que yo supiera la verdad. Eso es traición.
Gabriel lo miraba fijamente, y aunque su orgullo seguía en pie, un matiz de incomodidad asomó en sus ojos. Marcos lo notó, y esa grieta en la fachada de su amigo lo enfureció aún más.
—La próxima vez que quieras hacer algo así, avísame antes —dijo con furia contenida—. Porque no pienso ser tu cómplice a ciegas. Sentí que perdí el maldito tiempo de mi vida.
Gabriel respiró hondo. Intentó sonreír, pero le salió una mueca dura.
—Yo pensé que conocías las reglas de nuestro juego… —dijo, con voz baja, aunque el brillo en sus ojos traicionaba cierta incomodidad—, que sabías que siempre funcionábamos así, uno apoyando al otro, cubriendo nuestras cartas mientras nos divertíamos. No lo hice para humillarte, Marcos.
El silencio se cargó de tensión. Marcos bajó ligeramente la mirada, pero solo para tomar aire. Cuando volvió a alzarla, su desafío era más claro que nunca.
—Tal vez tengas razón… en parte —admitió con voz áspera—. Siempre supimos cómo funcionaban nuestros juegos. Pero eso no cambia lo que siento. Y te juro que no me gustó.
La intensidad de sus palabras se clavaron en Gabriel, que permaneció callado unos segundos, evaluando. Finalmente murmuró:
—Supongo que podría haber sido más claro. Tal vez no debí bajar sin decirte nada.
—Eso es justamente lo que digo —replicó Marcos, más mesurado pero aún firme—. Hubiera preferido que me dijeras qué pasaba antes de bajar, en lugar de hacerte el misterioso y dejarme con la incertidumbre.
Gabriel asintió apenas, aunque dentro de sí decidió no contar todo. Habían cosas que debían permanecer ocultas, incluso para Marcos.
Un silencio denso se instaló entre ambos, hasta que Marcos lo quebró con un bufido y una media sonrisa amarga.
—Maldita sea… siempre terminas complicándolo todo, ¿no?
Gabriel lo miró, y el gesto de su amigo, aunque dolido, arrancó de él una sonrisa casi imperceptible.
—Quizás. Pero también sabes que me sale bien.
—Eso está por verse —replicó Marcos, con un dejo de ironía, aunque en su voz aún vibraba la herida.
Luego, como si quisiera aligerar el momento, continuo:
—Solo asegúrate la próxima vez de elegirme un entretenimiento más interesante que las pinturas, no sé, tal vez domador de idiotas.
Gabriel dejó escapar una sonrisa de sus labios.
—Vaya, eso sí que suena a trabajo peligroso. Aunque creo que tú estarías a la altura del desafío.
La tensión se alivió un poco, como si ambos hubieran bajado las armas, aunque el eco del enfrentamiento todavía los mantenía alerta.
Gabriel se retrocedió y apoyó la espalda contra la pared, pensativo, recordando a Evelin.
—Esto es más complicado de lo que pensé —susurró, como hablando consigo mismo.