Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 11

La mañana apenas despuntaba cuando un golpeteo insistente en la puerta interrumpió el sueño de Gabriel. Se revolvió entre las sábanas, frunciendo el ceño, fastidiado por la inoportuna interrupción a tan temprana hora.

—¿Quién es? —preguntó con voz grave, aún adormilada.

—Soy yo, señor… —respondió una de las sirvientas desde el otro lado—.

Gabriel suspiró con visible desgano.
—En un momento salgo.

Se levantó lentamente, se vistió con pulcritud y, tras alisar un poco su cabello, abrió la puerta. Sus ojos, aún cargados de sueño, se posaron en la joven sirvienta. La miró con una mezcla de molestia y desconcierto.

—¿Qué sucede? —preguntó, elevando ambas cejas.

La muchacha, nerviosa, sostenía entre las manos un pequeño fajo de sobres.
—El señor Marcos me ha enviado con la correspondencia del día. Me ordenó ser insistente hasta que usted abriera. Dijo que eran instrucciones suyas.

Por un instante, Gabriel la observó en silencio. Luego, la seriedad de su gesto se quebró en una sonrisa: comprendió de inmediato el juego. Aquello no era más que una manera de Marcos para arrancarlo de la cama y obligarlo a empezar el día.

Tomó las cartas de las manos de la joven y, aún con aquella sonrisa en el rostro, dijo con fingida seriedad:
—Muy bien. Ahora, harás algo más por mí. Ve a la cocina, prepara un vaso de agua fría con sal, bien cargada, y llévaselo al señor Marcos, ¿entendido?, son instrucciones de él.

La sirvienta lo miró con un destello de duda en los ojos, pero acabó asintiendo con una leve inclinación.
—Como usted diga, señor.

—Excelente —concluyó Gabriel, divertido.

La muchacha hizo una reverencia y se marchó con paso ligero por el pasillo. Gabriel cerró la puerta tras ella y, con aire satisfecho, dejó escapar una risa breve. Luego, se dirigió hacia una silla y se dejó caer, aún sosteniendo la correspondencia entre las manos.

Rompió con cuidado el primer sobre, reconociendo de inmediato el sello de Lord Whitcombe. Sus ojos recorrieron las líneas con creciente interés y, al llegar al final, una sonrisa plena se dibujó en su rostro.

El caballero aceptaba sus términos de compra-venta y se mostraba dispuesto a iniciar de inmediato las operaciones. Además, adosaba a la carta varios documentos donde detallaba las mercancías y la cantidad exacta que requería.

Gabriel se recostó contra el respaldo de la silla, complacido. Aquel trato, al fin cerrado, era una confirmación de que las gestiones comenzaban a rendir frutos. Tras revisar el resto de la correspondencia, dejó todas las cartas amontonadas sobre el escritorio junto a su cama.

No había pasado un instante cuando un grito resonó desde el pasillo:

—¡Gabriel!

Era la voz de Marcos, cargada de un fastidio evidente. Gabriel no pudo evitar soltar una carcajada, adivinando sin dificultad la causa. El plan de venganza con el agua salada había dado resultado antes de lo esperado.

....

Cerca del mediodía, la luz se filtraba generosa por los ventanales del comedor, iluminando la mesa servida con esmero. Gabriel y Marcos compartían el almuerzo, cada uno ocupado en su plato, hasta que Gabriel, tras un sorbo de vino, rompió el silencio con voz serena:

—En unas horas saldré. Me dirigiré a la casa de los Weaver para hablar con los señores e informarles de mis intenciones con Evelin. Es momento de hacerlo más formal.

Marcos lo miró por encima de la copa.
—Está bien… Te deseo suerte. Seguro los dejaras muy sorprendidos con tu porte y riquezas.

El tono burlón era inconfundible, como si se divirtiera pinchando la solemnidad de Gabriel.

—Claro—dijo Gabriel—, porque no hay nada más convincente que el brillo de mi oro y la rigidez de mi postura, ¿verdad?

Marcos rió, reconociendo la sutileza de la réplica, mientras Gabriel volvía a tomar su tenedor, disfrutando tanto del almuerzo como del pequeño duelo de ingenio que empezaban a compartir.

—Bueno, no subestimes el poder de una chaqueta bien cortada y un gesto altanero —replicó Marcos—. Podrías dejarlos boquiabiertos antes de pronunciar palabra.

—Me temo que mi altivez no siempre es suficiente —contestó Gabriel, apoyando el codo en la mesa—. Algunos prefieren la modestia, aunque no se cómo alguien podría confundirme con eso.

—Ah, modestia y tú no encajan ni de lejos —rió Marcos—. Pero te entiendo, nadie podría resistirse a tanta… presencia.

Gabriel arqueó una ceja, divertido, y añadió:
—Supongo que eso significa que confías en mí, ¿verdad?

—Confío en que sabrás darles un buen espectáculo —respondió Marcos, con tono burlón—. Y si no, siempre se puede inventar alguna anécdota extra, para impresionar un poco más.

—Gracias, realmente valoro tu ayuda estratégica —replicó Gabriel, con un toque de sarcasmo—. Aunque sospecho que si estuvieras ahí, tu plan secreto incluiría hacerme tropezar antes de cruzar la puerta.

Marcos ladeo la sonrisa, con aire malicioso.
—Tal vez, pero te prometo que sería un tropezón elegante, digno de tu fama.

Ambos rieron, saboreando el almuerzo y aquella mezcla deliciosa de complicidad, ironía y burla.

—¿Sabes qué creo? —dijo Marcos, con brillo travieso en los ojos—. Que deberías llevar un pequeño abanico para dramatizar tu entrada. Eso te daría un aire mucho más elegante.

—Debo admitir —contestó Gabriel, mientras cortaba un trozo de carne y lo llevaba con calma a la boca— que tus consejos sobre cómo impresionar a los demás son… bastante peculiares.

—Peculiares, sí, pero efectivos —replicó Marcos con una sonrisa burlona—. Después de todo, ¿quién más te lo podría sugerir?

—Claro —Gabriel arqueó una ceja—, y todos sabemos que mi porte se vería completamente arruinado si no incluyera gestos grandilocuentes con un abanico inexistente.

—Exactamente —asintió Marcos con fingida solemnidad, inclinándose en una reverencia exagerada—. La elegancia es un arte, y tú, mi amigo, eres casi un maestro… cuando no estás dormido en mitad de la mañana.




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