Gabriel comenzó a hablar con un tono grave, cortante:
—No recuerdo mucho de mi infancia… no antes de que nos conociéramos tú y yo. Apenas tengo imágenes sueltas, fragmentos que se enredan en mi memoria: me veo jugando solo en una casa demasiado grande, la luz entrando por las ventanas, y una mujer leyéndome un libro. Esa mujer, mi madre, Mariel Weaver.
El nombre salió de su boca como un veneno.
—Tú conociste muy bien a mi padre. Sabes que era un hombre decente, trabajador, íntegro. No tuvo fortuna, pero todo lo consiguió con esfuerzo. Cuando mi madre, de familia poderosa, quedó embarazada, los Weaver no estaban dispuestos a permitir que su hija se mezclara con alguien sin apellido ni dinero. Para ellos, mi padre no era más que un estorbo, y yo… una vergüenza que había que esconder. Lo obligaron a relegarse a la sombra. Y él… él aceptó esa humillación porque pensaba que era lo mejor, porque confiaba en que algún día volvería con nosotros con la frente en alto.
Gabriel entrecerró los ojos, su voz más dura aún:
—Se marchó a buscar estabilidad, se rompió la espalda para ofrecernos un futuro. Todo lo que hacía, lo hacía por su familia. Pero cuando volvió, cuando creyó que podría reclamar lo que era suyo, se encontró con que ella ya se había enamorado de otro. ¿Puedes imaginarlo, Marcos? ¿Romperte el alma por amor, solo para descubrir que te reemplazaron con el oro de otro hombre? Eso… eso destroza a cualquiera. Y destrozó a mi padre.
Su respiración era profunda, contenida, como si en cualquier momento pudiera estallar:
—A mis cuatro años, me apartó de ella. Fue un acto impulsivo, si, cruel… lo sé. Pero se arrepintió. Sabía que perderme lo destruiría. Y aun así, intentó enmendarlo: le escribió a mi madre, suplicando un acuerdo, ofreciéndole devolverme a sus brazos. Buscaba que yo pudiera estar con ambos.
Entonces, con un movimiento seco de la mano, señaló el papel que Marcos sostenía:
—Y esta… esta es su respuesta.
Su voz bajó, pero cargada de un rencor que se podía palpar.
—Mariel Weaver agradece “el favor” que le hizo mi padre al desaparecer. Dice que su alma está más ligera sabiendo que no tendría que cargar con un hijo que nunca quiso. Afirma que yo era un error, un estorbo. Que no me quería. Que mi existencia no significaba nada. Y en cuanto a él, que dejó de amarlo cuando comprendió que no tenía ni un techo decente que ofrecerle. Que jamás pensó vivir una vida inferior a la que ya tenía. Todo dicho con cortesía, con educación, pero detrás de cada palabra hay veneno. Desprecio envuelto en seda.
Gabriel tenía el ceño marcado, los ojos encendidos:
—Eso fue lo que me dio mi madre: indiferencia disfrazada de elegancia. Ni un ápice de afecto. Nada. Solo esta carta. ¿Qué clase de mujer deja a un lado a su hijo, como si fuera posible borrarlo de un parpadeó?
Hizo una pausa breve, dejando que la rabia impregnara el aire.
—Pero lo peor, Marcos, fue lo que le hizo a él. Mi padre sufrió de un modo que no merecía. Lo trataron como basura, lo hicieron sentir inferior, le prometieron lo que nunca pensaban cumplir. Y aun así, siguió amándola. Amó a una mujer que lo despreció, que lo dejó vacío. Yo lo vi, no llorando, no rogando, porque era demasiado orgulloso para eso. Pero lo vi apagarse poco a poco con los años, lo vi resistir en silencio una herida que nunca cerró. Se que cuando me miraba, la recordaba a ella, un recuerdo que le dolía, pero que aceptaba porque me amaba.
La voz de Gabriel era ahora dura como un filo:
—Esa familia, esa maldita familia convirtió a un buen hombre en un mártir del desprecio.
Apretó la mandíbula:
—Unos días antes de morir, cuando la enfermedad ya lo consumía como fuego lento, mi padre me habló de esta carta. Me la entregó como si fuera su última confesión, como si no pudiera marcharse sin dejarme ese pedazo de verdad. Recuerdo su mirada, la de un hombre agotado, pero todavía aferrado a su dignidad. Me dijo algo que aún resuena en mi cabeza: “Cuando seas un poco más maduro, más razonable, recordarás el daño del que venimos, pero no quiero que eso marque el destino de tu vida.”
Gabriel inclinó la cabeza un instante, como si las palabras de su padre aún pesarán en su interior, pero enseguida su voz se endureció como hierro:
—Eso me pidió. Que no dejara que el veneno de los Weaver se mezclara con mi sangre. Que no viviera prisionero del odio. Que aprendiera a seguir adelante. Pero dime, Marcos, ¿cómo ignorar lo que vi? ¿Cómo olvidar las noches en que lo escuchaba sofocarse entre el llanto que no quería que yo oyera? ¿Cómo apartar de mi memoria la imagen de un hombre quebrado, sosteniéndose solo con la esperanza de que yo no terminara igual que él?
Su respiración se volvió más densa, se acomodo en la silla.
—No puedo ignorar lo pasado. No cuando sé que cada palabra de esa carta fue un cuchillo que se le clavó en el alma hasta el último día. No cuando su dolor se volvió la herencia que me dejó. Él quería que siguiera adelante pero yo no puedo pretender que nada ocurrió. Porque lo que mi madre me negó no fue solo cariño, fue identidad. Fue existencia. Y lo que le negó a él fue la paz de morir sabiendo que había valido la pena amar.
Se enderezó, con la mirada fija, como si desafiara al propio recuerdo:
—Esa es la verdad, Marcos. Esa herida no se borra. No con palabras, no con tiempo. Porque el pasado que mi padre me pidió dejar atrás es lo único que mantiene vivo en mí el fuego de no convertirme jamás en lo que ellos quisieron.
Marcos lo miraba con atención, sin perderse una sola palabra. Cada frase que Gabriel pronunciaba era como un destello de un fuego oculto que jamás había visto en él. Por primera vez lo contemplaba con los sentimientos desbordados, desnudo de todo el control con el que solía manejarse. Tras un largo silencio, habló en voz baja:
—Y tu madre… ¿sigue viva?
Gabriel sostuvo la mirada, firme, sin un ápice de titubeo: