Unos minutos después de que Marcos salió de la habitación, Gabriel cerró los ojos. Necesitaba dejar de pensar, apagar el torbellino que le sacudía la cabeza como un eco incesante. Inspiró profundamente y exhaló despacio, una y otra vez, hasta que su respiración comenzó a aligerarse y el nudo en su pecho cedió apenas un poco.
Cuando volvió a abrirlos, algo llamó su atención: la carta de su madre yacía en el suelo, caída en algún momento durante la acalorada discusión con Marcos. Se le contrajo el estómago al verla allí, abandonada. Se levantó de la silla con un gesto cansado y la recogió con cuidado. Luego la colocó sobre el escritorio, junto a los papeles de la familia Weaver, como si al reunirlos intentara también recomponer los pedazos dispersos de su propio interior.
El agotamiento lo venció. En lugar de volver a la silla, Gabriel se dejó caer en el suelo, apoyando la espalda contra el escritorio. Dobló una rodilla hacia arriba, sobre la cual descansó un brazo, mientras la otra pierna quedó extendida. Permaneció así, inmóvil, contemplando el vacío como si esperara encontrar respuestas en la penumbra que lo rodeaba.
Fue entonces cuando lo golpeó el arrepentimiento. La dureza de sus palabras aún resonaba con nitidez en su mente, pero sobre todo aquella última frase dirigida a Marcos. Una punzada de culpa le atravesó el pecho: sabía que había ido demasiado lejos. Había descargado en él el peso de su cansancio, de su frustración, sin detenerse a pensar en cuánto podían herirlo esas palabras.
Con un suspiro áspero, se llevó la mano libre al rostro, cubriéndose los ojos.
—Qué idiota… —murmuró apenas audible, como si la confesión doliera más al salir de su propia boca.
El silencio de la habitación lo envolvió durante largos minutos. La tensión seguía adherida a cada músculo, y la idea de dormir le parecía imposible: sabía que, apenas cerrara los ojos, la discusión regresaría como un espectro, una y otra vez, para atormentarlo.
Con esfuerzo, se incorporó del suelo y se alisó la ropa, un gesto mecánico, como si intentara recomponerse por fuera aunque por dentro siguiera hecho pedazos. Abrió la puerta y salió al pasillo; el silencio nocturno de la residencia lo recibió con un aire solemne, casi sepulcral.
Apenas unos instantes después divisó a una sirvienta que pasaba cerca y la llamó con un movimiento leve de la mano.
—Por favor, tráigame un café —ordenó, con voz grave pero quebrada por el cansancio—. Bien fuerte.
La muchacha asintió con una ligera reverencia y desapareció rumbo a la cocina.
Gabriel regresó a la habitación y su mirada se posó en los papeles desparramados sobre el escritorio. Sus labios se apretaron en una línea dura: quizá esa sería la única manera de soportar la noche, sumergirse en documentos, números y planes, enredarse en trabajo hasta que el amanecer lo encontrara demasiado agotado como para seguir pensando en lo que había hecho.
Se dejó caer en la silla con un movimiento lento y tomó uno de los legajos. El cansancio mental lo acompañaba como una sombra persistente, un peso que no se aliviaba, pero al menos, entre hojas y tinta, tenía la ilusión de refugiarse en lo único que aún le ofrecía cierta seguridad: la fría certeza de estar en lo correcto.
El silencio de la estancia se hizo espeso, solo interrumpido por el roce del papel y el chasquido ocasional de la pluma. La vela sobre el escritorio había comenzado a consumirse, proyectando sombras inquietas en las paredes. Gabriel no sabía si habían pasado minutos o horas; el tiempo se disolvía entre cifras y nombres que le resultaban cada vez más borrosos.
Fue entonces cuando un golpe suave en la puerta lo despertó de su concentración. Se irguió de inmediato, con los hombros tensos y la mente aún atrapada entre la lectura, indicando a continuación que pasarán.
Al levantar la vista, vio a la criada. La joven mantenía la mirada baja, con gesto respetuoso, como si presintiera que interrumpía algo importante.
—Señor—dijo en voz baja, con cautela—, hay un caballero que insiste en verlo. Dice llamarse Eduardo Pembroke.
Una mueca de extrañeza, teñida de ligera molestia, se dibujó en el rostro de Gabriel. A esas horas, cualquier visita resultaba impertinente. Sin embargo, tras un instante de silencio, respiró hondo.
—Gracias —respondió finalmente, con voz grave y serena—. Ya bajo.
El eco de sus pasos descendiendo por la escalera resonaba en la penumbra de la casa. Al llegar al vestíbulo, distinguió la figura de Eduardo aguardando junto a la puerta. Su postura ladeada delataba el exceso de copas, aunque su semblante serio intentaba mantener una dignidad tambaleante.
Ambos caballeros se saludaron con cortesía, y en cuanto Gabriel se acercó, notó de inmediato el inconfundible olor a vino que emanaba de él.
—¿A qué se debe su visita a estas horas, señor Pembroke? — su voz sonó seca y desconfiada.
Eduardo, con un aire entre serio y preocupado, respondió sin rodeos:
—Estoy aquí por Marcos señor Whitaker. Me preocupa… se quedó en una taberna, bebiendo de más.
Las facciones de Gabriel se tensaron al instante. La dureza en su mirada se hizo evidente, y giró de inmediato hacia la sirvienta que aún aguardaba junto a la puerta, como una sombra obediente.
—¿El señor Marcos está en la casa? —preguntó, con la voz dura, apenas contenida.
La muchacha contestó con suavidad:
—No, señor. El señor Marcos salió hace ya bastante tiempo.
—No puede ser—murmuró Gabriel para sí mismo, antes de volver su atención a Eduardo—. ¿Se veía tan mal?
Eduardo percibió de inmediato la incomodidad que asomaba en los ojos de su anfitrión y, en un intento de suavizar la tensión, se adelantó con cierta urgencia en el tono:
—En realidad, parte de la culpa es mía. Le di conversación, y entre charla y charla no notamos cuánto habíamos bebido.
Gabriel no suavizó su expresión. Su respuesta llegó cortante, fría como el filo de una navaja:
—Marcos ya es un hombre adulto. Debería saber cuánto puede beber.