Marcos frunció el ceño, incómodo. Algo frío le rozaba la cara, interrumpiendo su descanso. Con un gesto lento trató de apartarlo un par de veces, pero fue inútil. Refunfuñó, se revolvió sobre la almohada y, resignado, abrió los ojos.
La escena lo hizo parpadear varias veces. Gabriel estaba sentado en una silla junto a su cama, inclinado hacia él. Entre sus manos sostenía un cuenco, y con un brillo travieso en la mirada mojaba la punta de los dedos y dejaba caer pequeñas gotas de agua sobre su rostro, disfrutando cada reacción.
La claridad que se filtraba por la ventana lo golpeó de lleno, obligándolo a entrecerrar los ojos. La mañana estaba demasiado avanzada; el sol caía implacable sobre la habitación. Entonces lo sintió: un dolor punzante, profundo, se abrió camino en su sien. La resaca, inevitable, le recordaba los excesos de la noche anterior.
Gabriel lo observaba con una sonrisa descarada, deleitándose con cada parpadeo forzado de su amigo.
—Pensé que iba a estar aquí al menos un par de horas más tirándote agua —bromeó—. Creí que jamás despertarías.
Marcos se cubrió los ojos con la mano, buscando protección contra la luz y contra la travesura de Gabriel.
—Eres insoportable —gruñó, con la voz ronca, todavía áspera de sueño.
La risa baja de Gabriel llenó el silencio, vibrante. Volvió a mojar los dedos y dejó caer otra gota sobre su frente.
—Y apenas estás empezando a descubrirlo.
El suspiro de Marcos fue largo, resignado. Su mano cayó a un costado de la cama y, por un instante, dejó que la luz hiriente y el agua gélida se mezclaran con el dolor de su cabeza. Luego giró el rostro y lo miró con ojos entornados.
—Si sigues así, terminaré devolviéndotelo… y no me refiero al saludo.
Gabriel sonrió, apoyó el cuenco en la mesa de noche y se inclinó un poco hacia él con fingida solemnidad.
—Ya era hora de que despertaras. No podía permitir que siguieras ahí tirado mientras el resto del mundo sufre madrugando. ¿Te imaginas lo injusto que sería?
Marcos esbozó una mueca cansada.
—¿Y qué? ¿No puedo tener un poco de paz en mi cama?
Los ojos de Gabriel destellaron con picardía.
—Tranquilo, pronto tendrás tu paz —murmuró—. Pero primero tendrás que soportarme un poco más. Ordené que te preparen un baño caliente; así estarás más presentable antes de que retomemos nuestra charla.
—Está bien —dijo Marcos, resignado.
Gabriel dejó vagar la mirada por la habitación hasta que reparó en un libro de tapa gastada junto a la cama. Lo alzó con curiosidad.
—¿Y esto qué es? —preguntó, hojeando apenas la primera página—. ¿Qué estás leyendo?
Antes de que pudiera examinarlo, Marcos se lo arrebató con un movimiento rápido.
—¡No! —replicó, mientras lo colocaba bajo la almohada—. Eso es personal.
Gabriel arqueó una ceja, fingiendo sorpresa y reproche.
—¿Acaso no puedo ver? —preguntó, con tono juguetón.
Marcos se acomodó sobre la almohada, cruzando los brazos sobre el pecho.
—No —dijo con firmeza—. Es personal.
Gabriel curvó los labios en una sonrisa pícara.
—Bueno, está bien, lo respeto —dijo—. No voy a insistir.
Mojó sus dedos por última vez y dejó caer una salpicadura sobre el rostro de Marcos, como un gesto de despedida, antes de ponerse de pie.
—Nos vemos abajo.
Marcos apenas esbozó una sonrisa, secándose el rostro con ambas manos. Cuando la puerta se cerró detrás de Gabriel, sacó el libro con cuidado de debajo de la almohada. Lo abrió en la página que más le importaba, asegurándose de que la fotografía que guardaba allí siguiera intacta. Tras comprobarlo, cerró el volumen y lo deslizó dentro del cajón de la mesa de noche.
Con pesadez se sentó al borde de la cama. Su sien latía como si le golpearan desde dentro, pero en sus labios se dibujó una leve sonrisa: Gabriel había estado ahí, esperándolo, hasta que él abriera los ojos. Pero pronto esa mueca se desvaneció cuando su pensamiento se volvió más serio. Probablemente hoy sería otro día cargado de discusiones después de lo ocurrido ayer. Suspiró, dejando que la certeza de ello se asentara mientras miraba el techo por unos segundos, preparándose mentalmente para lo que vendría.
....
Más tarde, tras un baño reparador y con el estómago rugiendo, Marcos bajó en busca de algo para calmar el hambre. Al llegar a la planta baja, se detuvo de golpe: recordó la botella de vino rota. De inmediato vinieron a su mente las palabras de Gabriel, recordándole que tenía que limpiar el desastre. Hizo un gesto de fastidio, casi refunfuñando, y se dirigió hacia el salón principal dispuesto a limpiar.
Sin embargo, al entrar, se llevó una sorpresa. El lugar estaba impecable, como si nada hubiera ocurrido allí. Ni rastros de vino ni de vidrios rotos. Frunció el ceño, intrigado, pero decidió no darle demasiada vuelta. El hambre lo empujaba, así que continuó hacia la cocina. Allí, el aire cálido cargado de aromas lo envolvió al instante, arrancando un leve gruñido a su estómago.
Saludó a los empleados, tomó un trozo de pan y, mientras mordía distraídamente, comenzó a charlar con la misma confianza de siempre. En medio de la conversación, Marcos se detuvo un instante y preguntó, con media sonrisa:
—Por cierto… ¿Alguien sabe quién se adelantó a salvarme la vida limpiando el campo de batalla del salón? Porque créanme, yo estaba dispuesto a enfrentarme a esos vidrios en cuanto pudiera —bromeó.
Los presentes rieron suavemente, y el cocinero, que estaba en la mesa cortando verduras con destreza, levantó la vista un momento y le sonrió de lado.
—Fue el señor Gabriel —respondió—. Pidió que le trajeran los elementos y se encargó él mismo. Dijo que no quería que alguien se lastimara recogiendo los vidrios.
Marcos se quedó un segundo inmóvil, el trozo de pan detenido a medio camino hacia su boca. Parpadeó, como si la respuesta no terminara de encajarle. Gabriel… limpiando. La imagen resultaba casi absurda.