Gabriel salió de la casa de los Weaver con una satisfacción difícil de ocultar. La conversación con Evelin había fluido mejor de lo esperado, y aquel beso robado, ardiente, todavía le vibraba en la piel. Lo más importante, sin embargo, era que los señores Weaver no habían mostrado reparos: lo habían tratado con cortesía, incluso con una sutileza que rozaba la aprobación. Para Gabriel, eso era una victoria.
Había pedido al señor Weaver que le permitiera llevar a Evelin a conocer una parte de su negocio. Justificó la propuesta con argumentos sólidos: la conveniencia de que ella se familiarizara con los mecanismos prácticos de la administración, el contacto con proveedores y la forma en que se gestionaban hombres y recursos. El motivo fue convincente, y el permiso otorgado representaba, para él, una puerta abierta hacia sus verdaderos propósitos.
Subió al carruaje y, cuando los caballos emprendieron la marcha, el recuerdo del beso volvió a golpearlo con violencia. Sin darse cuenta, llevó dos dedos a sus labios. Había sido apasionante, más de lo que planeaba, más de lo que debía permitir. Y por un instante, se descubrió deseando continuar lo que apenas había comenzado.
Lo que lo estremecía era la urgencia de la carne. Hacía demasiado tiempo que no compartía intimidad con una mujer, y ese roce había despertado en él una necesidad voraz. No buscaba amor; lo que quemaba en su interior era hambre, el ansia de piel contra piel, del sexo opuesto, directo, capaz de silenciarlo todo por un momento.
Exhaló lentamente, como si quisiera sofocar aquel fuego, y desvió la mirada hacia el asiento de enfrente. Allí reposaba el otro ramo de lirios que había comprado. Lo contempló durante unos segundos y una sonrisa pícara se dibujó en sus labios.
….
Marcos bajaba las escaleras hacia el comedor. Una de las sirvientas le había avisado, por orden de Gabriel, que lo esperaba allí.
Apenas cruzó el umbral de la habitación, algo capturó su atención de inmediato: en el centro de la mesa, en el florero de cristal, descansaba un ramo fresco de lirios blancos. La visión lo detuvo en seco. Una sonrisa amplia, espontánea, se dibujó en su rostro, y una ternura cálida le llenó el pecho. Para cualquiera podían ser simples flores, pero para él… era distinto. Ver los lirios ahí, sabiendo que venían de Gabriel, lo hacía sentir como si hubiera recibido un regalo íntimo, especial, aunque no estuviera dirigido a él. En su corazón enamorado, aquellas flores eran un gesto silencioso que lo rozaba con dulzura.
Estaba tan absorto contemplándolas, que no notó la sombra que se movía detrás de la puerta. De pronto, Gabriel saltó hacia adelante con un golpe repentino, haciéndolo sobresaltarse.
—¡Por poco me matas, demonios! —exclamó Marcos, con la mano en el pecho, aunque su tono tenía más risa que enojo.
Gabriel soltó una carcajada, satisfecho con su travesura.
—Si tan fácil te asustas, no sirves para guardaespaldas —respondió en tono burlón, arqueando una ceja con picardía.
Entonces, como si la broma no hubiera terminado, sacó la mano que mantenía oculta detrás de su espalda. Entre sus dedos sostenía un lirio solitario, fresco y perfecto. Se lo tendió a Marcos con una sonrisa juguetona.
—Este es para ti. Una flor digna de alguien como tú.
Marcos lo miró con sorpresa, y su corazón dio un vuelco tan fuerte que casi temió que Gabriel pudiera escucharlo. Tomó la flor con cuidado, como si fuese frágil, como si en verdad fuese un tesoro. Su sonrisa se ensanchó, encantado, aunque disimuló la emoción con un gesto tímido. Para Gabriel, era solo una broma amistosa; para él, en cambio, aquella flor se convirtió en el más precioso de los regalos, una señal que atesoraría en silencio.
Marcos giró la flor entre sus dedos y alzó una ceja, fingiendo solemnidad.
—Con que un lirio para mí… No sabía que además de amigo eras un caballero conquistador.
Gabriel soltó una carcajada.
—No exageres, hombre. Te lo ganaste —dijo con aire juguetón—. Estabas en lo cierto: los lirios realmente me ayudaron en mi día.
Marcos sonrió de lado.
—Ves, al final tendrás que empezar a escucharme más seguido. Tal vez hasta logres volverte sabio.
Gabriel negó con la cabeza entre risas y le dio una palmada en el hombro.
—Anda, prepárate. En un par de horas salimos.
—¿Salir? ¿A dónde? —preguntó Marcos, arqueando las cejas, intrigado.
Gabriel ya se encaminaba hacia su habitación, con esa sonrisa pícara que lo hacía imposible de descifrar.
—A disfrutar, que aún somos solteros.
Y sin más, desapareció tras la puerta, dejándolo con la flor en la mano y el corazón latiendo un poco más rápido.
….
El carruaje avanzaba firme por el camino de tierra, mientras el cielo se teñía con los últimos tonos rojizos del atardecer. La luz del sol se rendía lentamente ante la llegada de la noche, y los faroles de las primeras casas se iban encendiendo a lo lejos. El aire fresco traía consigo el murmullo de los insectos y el crujido de las ruedas sobre la grava.
Gabriel había pedido al cochero que los llevara hacia otra localidad, a unas dos o tres horas de distancia. Discreción y apariencias intactas era lo primordial en esta salida.
Marcos, sentado frente a él, lo observaba con cierta intriga.
—¿Piensas decirme a dónde vamos?
Gabriel desvió la mirada hacia él y, con una media sonrisa respondió:
—¿Te acuerdas cuando tú y yo éramos eternamente salvajes?
Marcos no pudo evitar reír al recordar aquellos días, cuando las noches se les iban entre tragos, risas y mujeres que apenas recordaban al amanecer.
—Cómo olvidarlo… Nos creíamos dueños del mundo —contestó, divertido.
Gabriel soltó una breve carcajada.
—Éramos unos insensatos, pero felices.
Por unos segundos quedaron en silencio, como saboreando la memoria. El traqueteo del carruaje y el trote constante de los caballos llenaban el aire. Entonces, Gabriel inclinó ligeramente el cuerpo hacia adelante, su voz bajó un tono y dejó escapar con intención clara:
—Entonces, demos un paseo por el lado salvaje.