Habían pasado ya un par de horas, pero la noche seguía despierta, vibrando en ese silencio denso que parecía envolver la casa entera. Marcos aún conversaba con su compañera, Ivy; las bromas ligeras y los comentarios sin importancia se habían convertido en un refugio inesperado, tan cómodo que por momentos olvidaba dónde estaba.
De pronto, un golpe seco en la puerta lo sacudió. La voz de Gabriel, firme y animada, atravesó la madera:
—¡Marcos!
El cuerpo de Marcos se tensó de inmediato. Permaneció inmóvil, como si aquel llamado lo hubiera clavado al asiento. Una oleada incómoda le recorrió la espalda. Conociendo a Gabriel, estaba seguro de que descubriría en un instante que no había hecho nada con aquella mujer, y entonces vendrían las burlas. No quería pasar por eso.
Giró la vista hacia Ivy. Ella lo miraba divertida, como si toda la situación fuese un pequeño juego que la entretenía, y con un gesto rápido de la mano, le indicó que respondiera algo, solo para ganar tiempo.
—¡Ya voy! —gritó Marcos, forzando un tono despreocupado que incluso a él le sonó demasiado artificial.
Ella, con una chispa de picardía, se puso de pie. Se acercó a él sin perder la sonrisa y, con gesto travieso, le desordenó el cabello con los dedos. Luego tiró de los botones de su camisa hasta dejarla medio abierta, como si recién hubiera terminado de vestirse a toda prisa. Marcos arqueó las cejas, sorprendido, pero no se atrevió a detenerla.
Con aire teatral, Ivy se dejó caer sobre la cama. Se deslizó bajo las sábanas con gracia y se acomodó hasta cubrirse el pecho, dejando los hombros desnudos y el cabello desordenado, como si acabara de salir de un juego de pasión.
Marcos no pudo evitar reír, entre nervioso y divertido. La escena era absurda, pero ingeniosa. Ella le devolvió la sonrisa, y en ese cruce nació una complicidad ligera, traviesa, casi infantil.
Respirando hondo, Marcos se acomodó la camisa lo justo para no parecer demasiado evidente y, resignado, giró el picaporte.
Al abrir, encontró a Gabriel en el pasillo, con esa expresión satisfecha que lo delataba sin esfuerzo. Sus ojos se pasearon con rapidez sobre el aspecto desordenado de Marcos —el cabello revuelto, la camisa mal abrochada— y después se desviaron hacia la cama, donde Ivy lo observaba desde las sábanas.
Una sonrisa ladeada se dibujó en el rostro de Gabriel.
—Bueno… veo que alguien se divirtió más que yo.
El corazón de Marcos dio un salto. Sintió el calor subirle al rostro, pero se obligó a responder con descaro.
—Ya sabes, algunos tenemos talento natural. No es culpa mía.
Gabriel soltó una carcajada y le dio un golpe amistoso en el hombro.
—¡Bribón! —exclamó entre risas—. Anda, vámonos. Estaba pensando en pasar por una taberna y estirar un poco la noche. ¿Qué dices?
—Perfecto, dame un minuto y salgo —respondió Marcos, agradecido por la excusa de marcharse.
—Te espero afuera —dijo Gabriel, alejándose aún divertido.
Cuando la puerta se cerró, Marcos dejó escapar un suspiro largo, como si se hubiera quitado un peso de encima. Al girarse, encontró a Ivy mirándolo con esa sonrisa cómplice que parecía decirle que había disfrutado tanto del engaño como él de haber salido airoso.
—Gracias —murmuró, acercándose—. De verdad, me salvaste.
Ella se encogió de hombros con gracia.
—No tienes que agradecerme. Aunque debo admitir que fue entretenido hacerte pasar por libertino.
Marcos rio de verdad esta vez, mientras intentaba peinarse frente al espejo y abrochaba su camisa. Luego se acercó a la cama, tomó con suavidad la mano de Ivy y dejó un beso en el dorso.
—Me encantaría que pudiéramos hablar otra vez.
Ella lo miró sorprendida por el gesto, con una dulzura distinta brillando en los ojos. Marcos sacó un pedazo de papel, escribió su dirección a toda prisa y se lo tendió.
—Cuando quieras, puedes visitarme. No importa la hora.
Ivy dobló el papel con cuidado y lo guardó entre los dedos.
—Lo haré. No lo dudes.
Se sonrieron en silencio, como viejos conocidos, aunque apenas se hubieran encontrado esa noche.
Marcos respiró hondo, se acomodó la ropa una última vez y, con una media sonrisa todavía en los labios, se dirigió a la puerta, listo para reunirse con Gabriel.
Apenas subió al carruaje, sintió que se sacudía de encima un peso invisible. El aire afuera le pareció más fresco, más respirable, como si al dejar atrás las paredes del burdel también dejará un nudo que había tenido apretado en el pecho. Se dejó caer en el asiento y exhaló largo, cerrando los ojos un instante, agradecido de poner distancia entre él y aquel lugar que lo había hecho sentir tan incómodo.
El carruaje avanzó con el traqueteo suave de las ruedas sobre la calle empedrada. Frente a él, Gabriel se acomodaba con el cuerpo distendido y el rostro relajado, casi satisfecho, como quien ha descargado una tensión que llevaba demasiado tiempo contenida. En sus ojos brillaba una chispa distinta, el destello de alguien que se había complacido sin reservas.
Marcos lo observó de reojo, y un cosquilleo extraño se agitó en su estómago: una mezcla de ternura y celos que trató de sofocar. Pero Gabriel, siempre perspicaz, no tardó en notarlo.
—¿Qué pasa? —preguntó con un tono ligero, aunque un dejo de nerviosismo se escondía tras la pregunta.
Marcos se sobresaltó, atrapado en plena contemplación. Para no delatarse, buscó refugio en el humor. Forzó una sonrisa, rascándose la nuca con un gesto torpe.
—Nada… solo que… —se inclinó hacia adelante, bajando la voz en tono burlón—. Se te escuchaba por toda la casa, ¿sabes?
Los labios de Gabriel se curvaron lentamente en una sonrisa ladina, de esas que solía tener cuando no se dejaba intimidar por nada.
—¿Ah, sí? —respondió, divertido—. Entonces supongo que hice bien mi trabajo.
Marcos río, aunque con un filo nervioso que no logró disimular del todo. Gabriel, en cambio, se recostó en el asiento con aire satisfecho, y dejó que el silencio los envolviera de nuevo.