Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 20

El traqueteo del carruaje llenaba el silencio entre ellos. Gabriel observaba de reojo a Marcos, notando en su semblante la incomodidad que intentaba disimular. No dijo nada; sabía de sobra que pensaban distinto respecto a Evelin. Y si lo mencionaba, la conversación terminaría inevitablemente en una discusión de orgullos para ver quién tenía la razón. Así que prefirió callar y dejar que la tensión se deshiciera sola con el paso del tiempo.

Cuando el coche se detuvo frente a la imponente casa de los Weaver, Gabriel tocó el hombro de su compañero.
—Vamos, baja conmigo —dijo con tono firme.

Marcos apretó la mandíbula y descendió sin pronunciar palabra. Por dentro, hervía. “Esto es un error”, pensaba, “traer a esa muchacha solo nos traerá problemas. Una carga, nada más.”

El mayordomo los condujo al vestíbulo principal. No pasó demasiado tiempo hasta que el señor Weaver apareció, con paso sereno y porte digno, extendiendo la mano en un saludo cordial.

—Señor Whitaker, qué grata visita —dijo, con una sonrisa educada.

—Señor Weaver —respondió Gabriel, devolviendo el gesto con igual cortesía. Luego giró hacia su compañero—. Le presento a mi socio de trabajo, el señor Baker.

El aludido correspondió el saludo con un apretón breve, aún con esa incomodidad que no lograba apartar del todo.

—Un placer conocerlo, joven —comentó Weaver, antes de hacer una seña a uno de los sirvientes—. Avisen a Evelin que el señor Whitaker está aquí.

Mientras el criado se retiraba escaleras arriba, el señor Weaver y Gabriel intercambiaron unas palabras.

—Me alegra saber que quiere involucrar a mi nieta en sus asuntos, Gabriel. Creo que le hará bien aprender, conocer de primera mano lo que significa su oficio.

—Eso mismo pienso —asintió Gabriel con convicción—. No es solo un asunto de negocios, sino de carácter. Evelin tiene mucho potencial, y es momento de que lo descubra.

Marcos, a un costado, escuchaba sin intervenir. Por dentro solo se repetía que aquello era una idea desatinada. Pero guardó silencio, mascando su desacuerdo en solitario.

La conversación entre Gabriel y el señor Weaver fluía con naturalidad. El hombre hablaba con esa calma propia de quien está acostumbrado a ser escuchado y respetado, y Gabriel respondía con firmeza, seguro de cada palabra, moviéndose con la autoridad de alguien que dominaba el terreno.

Marcos, en silencio, observaba la escena. No podía dejar de pensar en la paradoja que tenía frente a los ojos: ¿Cómo era posible que ese hombre sea el abuelo de Gabriel y no lo reconociera?, ¿Cómo podía alguien condenar a su propio nieto al olvido, como si no existiera?. La sola idea le revolvía el estómago. Y al mismo tiempo, no dejaba de sorprenderse por la serenidad de Gabriel, quien sabía exactamente qué decir, cómo pararse, cómo mirar a ese caballero sin que le temblará la voz. Como si hubiera nacido para estar en esos pasillos.

El señor Weaver, tras unos segundos de silencio, desvió la atención hacia él.

—Y dígame, señor Baker —preguntó con amabilidad estudiada—, ¿a qué se dedica usted específicamente dentro de este emprendimiento?

Marcos le sostuvo la mirada con seriedad. Se irguió apenas, y con la voz más firme y cortante que tenía respondió:

—Me encargo de la parte comercial. Negocio precios, cantidades, condiciones de entrega. Aseguro que las compras y ventas se realicen con beneficio, y que nada quede al azar en los tratos.

Un destello de aprobación cruzó el rostro del hombre.
—Interesante —dijo con tono neutro, aunque había un matiz de respeto en sus palabras—. Hay que tener mano para eso, no cualquiera sabe hablar y convencer.

Marcos no respondió. Permaneció callado, observándolo con un gesto impenetrable, como si detrás de esos ojos se ocultara un juicio que no se atrevía a soltar.

Entonces Gabriel intervino al instante, llenando el vacío antes de que se volviera incómodo.

—Y en eso, el señor Baker tiene una habilidad excepcionalmente bien desarrollada —afirmó con una sonrisa medida—. Nada escapa a su criterio cuando se trata de cerrar acuerdos.

El elogio suavizó el aire, aunque Marcos seguía sintiendo una mezcla de desagrado y desconfianza que no podía sacudirse.

....

En su habitación, Evelin permanecía de pie frente al espejo mientras su abuela terminaba de acomodarle un mechón rebelde detrás de la oreja. El sirviente acababa de anunciar que Gabriel la esperaba abajo, y la señora Weaver, con ese cuidado maternal que nunca abandonaba, se esmeraba en que su nieta luciera impecable.

—Recuerda, querida —dijo mientras le alisaba las mangas del vestido—: sé atenta, escucha con interés, responde con respeto. Y, cuando sea oportuno, haz alguna pregunta o comentario. Eso siempre deja buena impresión.

Evelin sonrió con dulzura, asintiendo con docilidad.
—Lo sé, abuela. No lo olvidaré.

Se giró para besarle la mejilla y luego se apartó un paso, girando sobre sí misma con un leve ademán coqueto.
—¿Qué tal me veo?

La señora Weaver la contempló con orgullo, los ojos suavizados por la ternura.
—Encantadora, mi niña.

Evelin sonrió, tomó aire y salió hacia el vestíbulo.

Al aparecer en lo alto de la escalera, los ojos de Gabriel se posaron en ella al instante. Notó lo bien arreglada que estaba, con un aire fresco y juvenil que resaltaba su gracia natural. Caminó hacia ellos con paso elegante, saludando con una leve inclinación de cabeza.
—Señores.

Gabriel la recibió con una sonrisa educada.
—Está usted muy hermosa esta tarde, Evelin.

El cumplido, calculado y cortés, bastó para que las mejillas de la joven se tiñeran de un rubor tímido.

Marcos, en cambio, apenas levantó la vista hacia ella. Observó el vestido y, con fría indiferencia, pensó que aquel color no le favorecía en lo más mínimo.

—Gracias, Gabriel —murmuró Evelin, bajando la mirada con modestia—. ¿Ya partimos?




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