Apenas se cerraron las puertas tras dejar a Evelin, Marcos y Gabriel quedaron frente a frente en el interior del coche, la penumbra apenas marcada por la luz de un farol exterior.
Marcos entrecerró los ojos, apoyando un codo en el respaldo mientras lo observaba con gesto inquisitivo.
—¿Sabes? —dijo con voz lenta, casi burlona—. Todavía me pregunto por qué demonios me hiciste bajar del carruaje, solo para que pudieras besuquearte tranquilo con ella.
Gabriel giró la mirada hacia la ventana, serio, como si el comentario no lo rozara.
—Porque necesitaba privacidad. Y porque no es asunto tuyo, Marcos
—Oh, claro que lo es —replicó él con una sonrisa torcida—. Porque después de todo, yo también estoy metido en este plan tuyo. Y lo curioso es que hoy parecías bastante… divertido. Te veías contento, Gabriel. Casi como si hubieras olvidado por qué te acercaste a Evelin en primer lugar.
Gabriel giró lentamente la mirada hacia él, con una sombra de molestia en sus ojos.
—No olvidé nada. Ni lo haré.
—¿Seguro? —Marcos se inclinó hacia él, buscando provocarlo—. Porque desde este lado, lo que vi fue a un hombre disfrutando. No al calculador que me arrastró a esta venganza suya.
Un destello helado cruzó los ojos de Gabriel.
—Confundes disfrute con estrategia. Lo que yo haga, lo que muestre o no muestre, está calculado. Siempre.
Marcos entrecerró los ojos, con una sonrisa torcida.
—Entonces debo admitirlo, son curiosos todos tus juegos perversos.
Gabriel no se movió, pero su respuesta cayó con filo, como un corte seco.
—Y tú deberías agradecer que seas parte de ellos, en lugar de cuestionarlos.
Marcos abrió la boca para replicar, pero Gabriel lo interrumpió antes de que pronunciara palabra.
—Porque si un día decides ponerte en mi contra, Marcos… créeme que no saldrás bien parado.
Marcos se detuvo en seco. El silencio que siguió le golpeó el pecho con más fuerza que cualquier insulto. La sonrisa torcida se le borró del rostro y, por un instante, la oscuridad del carruaje pareció cerrarse sobre él.
“¿De verdad Gabriel pensaba eso? ¿Que él podría traicionarlo?”
Desvió la mirada hacia la ventana, fingiendo interés en la negrura de la calle, pero en el fondo lo único que quería era ocultar el dolor que acababa de sentir. Había sido él quien empezó a provocar, sí, lo sabía. Pero jamás se le hubiera ocurrido que Gabriel, conociéndolo como lo conocía, pudiera siquiera insinuar algo así.
Traicionarlo… ni en sueños.
El carruaje siguió avanzando, y Marcos permaneció callado, apretando los dientes, con la mirada perdida.
Gabriel, al principio rígido, comenzó a notar la tensión distinta en su amigo. Giró apenas la cabeza y lo observó de reojo. La manera en que Marcos evitaba mirarlo, la rigidez en sus hombros, el silencio cargado… Lo comprendió. Y entonces sintió el peso de sus propias palabras hundirse en él como una losa.
Se había excedido. No había razón para decirle eso. Porque si había una persona en la que podía confiar ciegamente, era Marcos. Él nunca lo traicionaría. Lo sabía mejor que nadie.
—Marcos… —dijo en voz baja, quebrando el silencio, con un tono distinto, más humano—. No debí decirlo. Me dejé llevar por el enojo. Lo lamento.
Marcos no lo miró. Ni siquiera parpadeó. Solo respondió con un murmullo áspero, casi frío:
—Claro…
Una sola palabra, pero lo suficientemente dura como para hacerle entender que una disculpa no alcanzaba.
Gabriel lo sostuvo con la mirada unos segundos, notando que el daño ya estaba hecho. Su pecho se contrajo con una punzada: había cruzado un límite que jamás debería haber tocado.
El resto del trayecto lo hicieron en un silencio asfixiante.
Cuando se detuvieron frente a la casa, Marcos bajó sin mirarlo y entró con paso rápido, desapareciendo en el interior sin pronunciar palabra. Gabriel descendió después, observando la puerta cerrarse tras él con un peso incómodo en el estómago.
Dentro, los pasos de Marcos resonaron en la madera hasta perderse en su cuarto. La casa quedó en calma, rota solo por el crujido de las escaleras. Gabriel avanzó despacio, dudando. Sus pensamientos lo empujaban en una sola dirección: hablar con él, aclarar todo antes de que la herida se abriera más.
Se detuvo frente a la puerta de él. Levantó la mano, dispuesto a tocar.
Pero entonces, el silencio al otro lado lo detuvo. Su amigo necesitaba calma. Tal vez lo mejor era dejarlo respirar, aunque la incertidumbre lo desgarrara por dentro.
Suspiró, bajó lentamente la mano y se quedó unos segundos mirando aquella puerta cerrada.
Luego, resignado, se dio la vuelta y caminó hasta su propia habitación, cargando consigo un peso que no lo dejaría dormir.
Adentro, el silencio de la casa lo envolvía. Se quitó el abrigo lentamente y lo dejó sobre una silla, luego empezó a desabrocharse la camisa.
Mientras lo hacía, un recuerdo se filtró en su mente, tan nítido que por un momento creyó escucharlo.
Marcos, con apenas once años, riendo a carcajadas mientras corría por el campo. Él, un poco detrás, serio como siempre, intentando alcanzarlo. Recordaba cómo Marcos había tropezado con una raíz y caído de bruces, y cómo se había levantado cubierto de tierra pero con esa sonrisa invencible, esa que siempre parecía desafiar el mundo. Recordaba también la promesa que hicieron ese mismo día, sentados al lado de un arrolló, de que jamás se separarían, de que siempre se tendrían el uno al otro.
Gabriel se quedó quieto, con la camisa a medio quitar, y sintió un peso en el pecho. ¿Cómo había podido decirle algo tan bajo? Nunca, ni en la peor de sus pesadillas, imaginaría a Marcos traicionándolo. Y, sin embargo, esas palabras habían salido de su propia boca.
Se desvistió del todo y se sentó al borde de la cama. Pasó una mano por el rostro, intentando calmar los pensamientos que lo asediaba. Pero su mente no lo obedeció.