Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 23

El día amaneció gris, con un cielo cubierto de nubes pesadas que todavía arrastraban la humedad de la lluvia del día anterior. No llovía, pero en el aire flotaba esa frescura húmeda que impregnaba las piedras y las maderas, como si todo el pueblo hubiera pasado la noche bajo un manto de agua. El murmullo de los carros en la calle era más apagado, sofocado por el clima.

Era temprano, y el patio delantero de la casa todavía estaba en penumbra cuando Marcos dio algunas instrucciones al cochero. Con voz firme, le indicó que llevará a Ivy hasta donde ella misma señalara, y que no se apartara de su lado hasta asegurarse de que estuviera bien instalada. El cochero asintió obediente, preparando el carruaje.

Cuando todo estuvo dispuesto, Marcos se volvió hacia Ivy.
—Bueno —dijo con una leve sonrisa cansada pero sincera—, creo que ya está todo listo. Quería agradecerte… Ayer fue un día distinto gracias a ti. Me hizo bien tu visita, y sobre todo, que me escucharas.

Ella lo miró con dulzura.
—No tienes por qué agradecerme —respondió, moviendo la cabeza con suavidad—. A mí también me agradó pasar el rato contigo. Eres una buena persona, Marcos. Lo digo en serio. No cualquiera se detendría a darme un lugar en su mesa, ni me ofrecería su tiempo como lo hiciste.

Él alzó una ceja, con un gesto juguetón.
—¿Buena persona? Eso es un elogio demasiado grande para mí. Ya me empiezas a preocupar.

Ivy soltó una risa ligera, sincera, que le iluminó el rostro.
—Lo digo de verdad. Además, gracias por prestarme tu saco. Estaría volviendo temblando de frío si no.

Marcos agitó una mano, restándole importancia.
—Es eso o permitir que llegues convertida en un témpano, y créeme, no quiero tener que responderle al destino por semejante tragedia—. Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa—. Al fin y al cabo, me queda grande, y a ti te luce mucho mejor.

Ivy rio más fuerte y lo empujó suavemente en el brazo.
—Eres imposible —dijo, divertida—. Pero de todos modos, espero que podamos vernos pronto.

Marcos inclinó la cabeza, con una mirada franca.
—No lo dudes. Siempre habrá un lugar aquí para ti.

Ella lo sostuvo con la mirada unos segundos más, como si quisiera grabar sus palabras, y luego subió al carruaje. El cochero acomodó las riendas y, con un leve chasquido, puso a los caballos en marcha. Ivy, desde la ventanilla, agitó una mano en despedida, todavía con la sonrisa fresca en los labios.

Él se quedó de pie, mirando cómo el carruaje se alejaba por el camino húmedo que reflejaba el gris del cielo. Por un instante, el peso de los días anteriores pareció más liviano.


Marcos caminaba por el pasillo con paso lento y las manos hundidas en los bolsillos del pantalón. El aire húmedo de la mañana todavía se filtraba por las ventanas. Apenas habían pasado unos minutos desde que el carruaje con Ivy se había marchado, y la inquietud lo arrastraba hacia otro lado: hacia Gabriel.

Sabía que no podían seguir como en los últimos días, llenos de roces y frases ásperas. Sentía el peso de esas discusiones, como si algo se estuviera agrietando entre ellos. Y, aunque nunca lo admitiría en voz alta, la sola idea de que esa distancia creciera le resultaba insoportable.

Se detuvo frente a la puerta de Gabriel y golpeó suavemente con los nudillos.
—¿Planeas quedarte enterrado ahí todo el día? —bromeó, forzando un tono ligero que apenas ocultaba la tensión que lo atravesaba.

Del otro lado se oyó un resoplido apagado, seguido de la voz grave de Gabriel:
—Pasa. Si vas a molestarme, al menos hazlo de frente.

Marcos abrió despacio y asomó la cabeza. Gabriel estaba recostado en la cama, cubierto hasta la cintura con las mantas, los cabellos revueltos y los ojos apenas entreabiertos, como si la madrugada todavía le pesara en los párpados. La escena, tan sencilla, le provocó una emoción íntima en el pecho.

Entró y se quedó unos segundos de pie, observando.
—Ya decía yo que el mundo allá afuera parecía vacío, estabas aquí, oculto, conspirando contra el deber —dijo, intentando sonar burlón.

Gabriel arqueó una ceja sin moverse.
—¿Y tú qué sabes? Tal vez mi gran conspiración sea dormir mientras tú haces todo el trabajo —contestó con ironía, y un atisbo de sonrisa se dibujó en sus labios cansados. Luego, corrió apenas un poco las mantas a su lado y murmuró—: Anda, acuéstate. No voy a morderte.

El corazón de Marcos dio un salto desordenado. El gesto era simple, inocente quizá, pero para él, se sentía como una invitación peligrosa. Se acercó con paso contenido, fingiendo indiferencia, y se dejó caer de espaldas junto a él. Ambos quedaron mirando el techo, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba del cuerpo de Gabriel a través de las mantas.

El silencio que siguió fue denso, pero no incómodo. Marcos sentía cómo su pecho se agitaba más de lo debido. No era la primera vez que compartían un espacio tan cercano, y aun así, cada ocasión lo desarmaba. Había algo en la respiración tranquila de Gabriel, en su olor familiar, que lo arrastraba sin remedio hacia un abismo de deseo callado y ternura contenida.

Quiso hablar, pero las palabras se atoraron en su garganta. Era tan fácil reír con Gabriel, discutir con él, incluso pelear… pero confesar lo que le hervía por dentro era otra cosa. No podía. No debía.

Gabriel rompió el silencio con su tono habitual, cargado de ironía suave:
—¿Y bien? No viniste hasta aquí solo para criticar mis hábitos matutinos. ¿Qué quieres, Marcos?

El nombre en su voz, dicho con esa familiaridad que siempre lo había marcado, le atravesó como un filo dulce. Sabía que había llegado el momento de hablar, aunque no de todo.

Respiró hondo antes de responder.
—Lo que quiero, Gabriel, es que charlemos. Últimamente estamos teniendo demasiados roces. —Giró apenas el rostro hacia él, aunque Gabriel seguía mirando el techo—. Y no me gusta.




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