Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 25

La casa Weaver estaba en silencio. Afuera, el viento sacudía suavemente las copas de los árboles, pero en la habitación de Evelin reinaba una calma inquieta.

Acostada en su cama, con las sábanas hasta el pecho, Evelin giraba una y otra vez sobre la almohada. El sueño parecía imposible. Su mente volvía siempre a lo mismo: la imagen de Gabriel esa tarde, sentado a su lado en el salón, con esa mirada ausente, perdida en pensamientos que no compartía.

“¿Qué lo preocupa tanto?” se preguntaba con el corazón encogido. Intentaba convencerse de que eran solo cuestiones de negocios, como él le había dicho. Pero en su interior la sospecha crecía.

Y como siempre, esa sospecha terminaba en un mismo nombre: Marcos.

Frunció el ceño en la penumbra. “Él tiene que ver… estoy segura. Si hiciera bien su trabajo, Gabriel no estaría con la cabeza llena de preocupaciones. Ese hombre no lo ayuda en nada.”

Un rastro de celos y desconfianza le recorrió el pecho. Gabriel era brillante, demasiado inteligente y valioso para estar rodeado de gente que no estaba a su altura. Todavía rondaba la pregunta en su mente “¿Y si Marcos solo se aprovechaba de él?”

Apretó las sábanas con fuerza. Lo que más la inquietaba era la idea de que Gabriel, con toda su inteligencia, tal vez no lo notara. O peor aún, que confiara ciegamente en Marcos sin ver la amenaza que representaba.

Cerró los ojos con firmeza, intentando calmar el torbellino de pensamientos.
—Yo sí lo veo —susurró apenas, en un murmullo ahogado—. Y haré lo que sea para que tú también lo veas, Gabriel.

Evelin se acomodó de lado, pero el sueño seguía sin llegar. Solo la mantenía despierta la certeza de que debía proteger a Gabriel, incluso de quienes él consideraba aliados.


La semana transcurrió con rapidez. Gabriel visitó en varias ocasiones la casa de los Weaver; ante los ojos del señor y la señora, él aparecía como un joven brillante, seguro y de modales impecables. Ante Evelin, en cambio, se revelaba distinto: intenso, cercano, con esa mezcla de misterio y ternura que la tenía completamente rendida.

Evelin aprovechaba cada instante a solas. No perdía oportunidad de lanzarse a sus labios con avidez, como si cada beso fuera el último. Y Gabriel, aunque mantenía la compostura de su plan en mente, apenas podía resistirse a esa energía vibrante, casi peligrosa, que ella desplegaba. Cada día estaba más desenvuelta, más coqueta, más atrevida.

La última tarde, Evelin lo acompañó hasta el carruaje. Cuando el cochero ya había abierto la portezuela, ella, con una sonrisa traviesa, se deslizó dentro junto a él.

Apenas cerraron la puerta, lo tomó del rostro con ambas manos y lo besó con un ímpetu arrebatador. Gabriel respondió con la misma fuerza, devorando cada beso con una pasión que pocas veces dejaba salir. El aire se volvió denso, cargado de deseo.

Evelin, respirando agitada, dejó escapar un suspiro contra su boca antes de bajar los labios hacia su cuello. Lo besó allí, con una lentitud que lo hizo estremecer, dejando su aliento tibio sobre su piel. Gabriel apretó los dientes para contenerse, pero un gemido bajo se le escapó.

Su autocontrol, tan férreo siempre, tambaleó cuando ella se aferró más a él. La apretó con fuerza contra su cuerpo, sintiendo cómo la curva de su silueta se amoldaba perfectamente a la suya. Evelin rió suavemente al percibir su erección y, sin apartarse, susurró en su oído:

—Me gusta ponerte así.

La frase lo atravesó como un incendio. Él inclinó el rostro y, con una voz baja, ronca y cargada de deseo, murmuró:

—Y a mí me enloquece cuando tú te pones así… tan atrevida, tan dulce.

Al decirlo, deslizó una mano por su cintura, presionándola con más fuerza contra él, dejándole claro que el deseo que sentía era tan real como incontenible. Evelin gimió suavemente, sorprendida de su propia osadía, y lo miró con los labios entreabiertos, encendida por esa respuesta. Sus bocas volvieron a encontrarse, esta vez con una mezcla de furia y ternura.

Ella no era tímida ni temerosa; se entregaba con la pasión inocente de quien nunca había estado con un hombre, ardía en el descubrimiento de su propia sensualidad. Gabriel pensó por un instante, casi sin aire: “Es demasiado pasional, busca en mí todo lo que no ha conocido.”

Y aun así, en medio de ese torbellino de besos, nada cambiaba su objetivo.

Al cabo de unos minutos, con un esfuerzo titánico, Gabriel la apartó suavemente. Le acarició el rostro, disimulando la tormenta interior con una sonrisa medida. Evelin lo miró con los labios hinchados por los besos y los ojos brillando de deseo, satisfecha de haberlo encendido de ese modo.

Mientras tanto, lejos de esas pasiones, Marcos llevaba la carga pesada de los encargos. Pasaba de viaje en viaje, de oficina en oficina, ocupado en papeles, contratos y firmas. Con un cuidado meticuloso pensaba cada paso dos veces antes de concretarlo, asegurándose de que nada quedara al descubierto. Su habilidad para la palabra le permitía convencer, negociar y allanar caminos. Era un trabajo agotador, pero cumplía con éxito cada instrucción de Gabriel, cerrando grietas antes de que pudieran siquiera formarse.

Esa noche, Marcos regresó al fin del último viaje. El cansancio se le notaba en cada movimiento: los hombros caídos, el paso lento, las manos temblando apenas al desabrocharse el chaleco. Lo único que deseaba era hundirse en su cama y olvidar el mundo hasta el amanecer.

Apenas cruzó el umbral de la casa, una de las sirvientas se adelantó con una sonrisa discreta.

—¿Sabe dónde está el señor Gabriel? —preguntó Marcos con voz ronca, esforzándose por mantenerse firme—. Quiero hablar con él antes de caer rendido.

—Está en el comedor, señor Marcos —respondió la joven con una sonrisa.

Le entregó el chaleco a la muchacha y se encaminó hacia allí, arrastrando los pasos. Al abrir la puerta, lo encontró. Gabriel estaba sentado, sereno, con una copa de licor en la mano. Apenas lo vio, le regaló una sonrisa amplia, cálida, como si llevara tiempo aguardándolo.




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