Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 26

La mañana siguiente amaneció clara, con un aire fresco que parecía augurar buenos presagios. Gabriel y Marcos subieron al carruaje con paso decidido. El caballo tiró de las riendas, y mientras el traqueteo los mecía, Marcos, recostado contra el respaldo, lanzó una mirada hacia su compañero.

—Espero que todo esto funcione, Gabriel. Hemos puesto demasiado esfuerzo en los viajes, en los papeles, en cada mínimo detalle —murmuró, con un dejo de cansancio pero también de expectativa.

Gabriel lo miró de lado, con serenidad, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.
—Funcionará. No hay margen para el error. He aprendido que los hombres como Weaver no se convencen con palabras bonitas, sino con hechos claros. Y eso es lo que vamos a mostrarle.

Marcos asintió, aunque no pudo evitar soltar:
—Pues, si resulta, te deberás a mi talento para persuadir.

Gabriel arqueó una ceja, divertido.
—Digamos que fue un esfuerzo compartido.

Ambos sonrieron, y el carruaje continuó su marcha hasta la elegante residencia de los Weaver.

Al llegar, un sirviente abrió las puertas y el señor Weaver apareció en la entrada, con su porte serio y respetable. Evelin se hallaba a su lado, radiante, con una sonrisa cordial. Gabriel descendió primero, saludando con firmeza al patriarca.

—Señor Weaver, Evelin.

—Señor Whitaker —respondió el hombre, estrechándole la mano con fuerza—. Su visita siempre es bienvenida.

Marcos saludó con la cortesía de costumbre, y pronto se encontraron los cuatro en el salón principal. La conversación fluyó con un tono elegante: Gabriel expuso con calma la visión de su comandita, la idea de abrir un frente sólido en el negocio de vinos y licores, mientras Marcos aportaba ejemplos y detalles de lo que había negociado en sus viajes.

—No es un simple comercio —dijo Gabriel con firmeza—. Es una red que puede sostenerse por décadas, siempre y cuando se construya sobre cimientos sólidos. Y esos cimientos, señor, necesitan de hombres de palabra y de visión.

El señor Weaver lo escuchaba con interés, asintiendo lentamente. Marcos reforzó el planteo con su estilo persuasivo:
—He visto en persona la respuesta de comerciantes, proveedores y bodegueros. El entusiasmo está, lo único que falta es ponerlo todo bajo una estructura que genere confianza.

El hombre acarició su barba, pensativo, y lanzó una mirada curiosa a Evelin.
—¿Y qué opinas tú Evelin?

Ella sonrió, con ese aire travieso que Gabriel reconocía de inmediato.
—Creo que sería interesante verlo de primera mano, ¿no?. Tal vez debería acompañarlos.

Gabriel aprovechó la oportunidad y la invitó con una leve inclinación de cabeza:
—¿Te gustaría venir con nosotros?

—Por supuesto —respondió ella sin dudar—. Será un placer.

—Entonces está decidido —dijo el señor Weaver—. Veamos qué tienen para mostrarme.

Pocos minutos después, los cuatro subieron al carruaje. El ambiente estaba cargado de expectativa: Weaver con su seriedad analítica, Marcos pendiente de cada detalle, Evelin con una chispa de emoción en sus ojos, y Gabriel, confiado, sosteniendo el timón de aquella apuesta que podría definir su futuro.

El coche avanzaba entre caminos arbolados. Dentro, Gabriel conversaba con serenidad con el señor Weaver, exponiendo algunas pinceladas más de su proyecto; mientras tanto, entre Marcos y Evelin se tejía un juego silencioso de miradas.

Ella lo observaba con recelo, como si cada gesto de Marcos confirmara sus sospechas de que era un obstáculo innecesario en el camino de Gabriel. Él, en cambio, la miraba con abierto desagrado, convencido de que Evelin pretendía manipular a su amigo para ponerlos en contra. Ninguno hacía esfuerzo por disimularlo. Cada cruce de ojos era una declaración muda de rechazo.

Gabriel lo notó, aunque prefirió no intervenir. Se limitó a sostener la charla con el señor Weaver, cuidando cada palabra, mientras sentía a un lado y al otro la hostilidad latente.

Al cabo de un rato, se detuvieron frente al depósito. Gabriel descendió primero, seguido del señor Weaver, luego Marcos y finalmente Evelin.

El lugar se alzaba imponente; con sus amplias puertas que dejaban ver la actividad dentro. Decenas de toneles de roble estaban alineados en filas perfectas, algunos marcados con sellos de origen extranjero. Varias estanterías exhibían botellas finamente etiquetadas, y empleados se movían de un lado a otro, descargando barriles, registrando inventarios, limpiando copas de cata. El aire estaba impregnado de un aroma embriagador, mezcla de vino joven, madera y especias.

El señor Weaver se detuvo en la entrada, observando todo con detenimiento. Sus ojos brillaron con un destello de sorpresa que ni siquiera intentó ocultar.
—Vaya, esto es más grande de lo que imaginaba.

Gabriel se adelantó un par de pasos, abriendo un gesto con la mano para abarcar el lugar.
—Aquí está la base de todo lo que le he contado, señor. No son palabras ni promesas: es trabajo en marcha, disciplina y visión de futuro.

Marcos añadió, con voz firme:
—Cada barril, cada contrato, cada empleado que ve aquí está pensado para sostener la red que queremos construir.

Evelin, sin perder la oportunidad, intervino suavemente, dirigiéndose a su abuelo:
—Es evidente que han trabajado duro. Quizás merezca la pena escucharlos con atención, ¿no lo cree?

El señor Weaver asintió lentamente, todavía absorto en la magnitud del depósito, mientras Gabriel se mantenía erguido, con la confianza de quien sabe que ha logrado dar el golpe inicial para inclinar la balanza a su favor.

Los pasos resonaban sobre el suelo de piedra mientras el grupo avanzaba entre filas interminables de toneles y cajas. Los empleados inclinaban la cabeza al ver pasar a Gabriel, y alguno se detenía para abrir un registro o descorchar una botella para inspección. Weaver caminaba despacio, observándolo todo con mirada aguda, pero en su interior ya comenzaba a gestarse la admiración.




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