La biblioteca estaba en un silencio apenas interrumpido por el crujido del fuego y el roce del papel. Gabriel, sentado tras el gran escritorio, repasaba una y otra vez los balances, moviendo la pluma sobre las hojas con precisión. Frente a él, Marcos, con la chaqueta algo desordenada y el cansancio dibujado en el rostro, revisaba otros documentos que su compañero le había pasado.
—Aquí las cifras cuadran —murmuró Marcos, pasando la yema de los dedos por una columna de números—. No hay fuga ni error.
Gabriel asintió sin levantar la vista, concentrado en sus anotaciones.
El silencio se prolongó hasta que Marcos carraspeó suavemente.
—Y… ¿no piensas indagar sobre lo que ocurrió con Evelin en el coche?
Gabriel, sin apartar los ojos del papel, contestó con calma:
—No.
—¿No? —repitió Marcos, sorprendido.
—Ya sé lo que pasó. Evelin me comentó algo.
Eso captó del todo la atención de Marcos. Se inclinó hacia adelante.
—¿Y qué fue lo que te dijo?
—Que intercambiaron palabras —respondió Gabriel, seco, mientras hacía una anotación al margen.
Marcos soltó una risa amarga.
—¿Palabras? Eso es una forma muy elegante de decirlo. Fue más que eso, Gabriel. Ella piensa que me aprovecho de ti.
Gabriel alzó la vista apenas un segundo, con una media sonrisa, y volvió a los números.
—Lo sé… ni me importa demasiado. Solo son los delirios de una chiquilla.
Marcos lo miró fijo, incrédulo.
—¿Delirios, dices? —sacudió la cabeza con ironía—. Ojalá fueran solo eso. Ella me odia, y no pierde ocasión de dejarlo claro.
Gabriel soltó un resoplido breve, casi divertido, y lo miró de reojo.
—Entonces procura no darle motivos. Y, si van a pelear, háganlo discretamente. No soy el padre de ambos para andar corrigiendo su comportamiento cada vez que se cruzan.
Marcos sonrió con ironía y dejó la pluma sobre la mesa.
—Bueno, si fueras mi padre, al menos me habrías regalado un reloj más barato.
Gabriel negó con la cabeza, divertido, pero la chispa de humor desapareció rápido cuando Marcos, más serio, añadió:
—Aunque tú dijiste que te encargarías de esa situación.
Gabriel levantó por fin la mirada, esta vez con un brillo más duro en los ojos y la voz firme.
—Lo recuerdo. Y lo estoy manejando a mi manera. No necesito que me lo repitas, ni que intentes apresurarme.
Marcos lo sostuvo con la mirada, como evaluando si había algo más detrás de esas palabras. Pero Gabriel ya había bajado los ojos de nuevo hacia los números, dejando claro que el tema, al menos por esa noche, estaba cerrado.
….
Era casi mediodía, ambos estaban de pie frente a la entrada de la casa, intercambiando un par de comentarios breves mientras Gabriel ajustaba bajo el brazo la carpeta con los documentos contables.
El ruido de una carreta acercándose los hizo girar. El vehículo se detuvo justo frente a ellos, y de un salto ágil apareció Eduardo, con la misma sonrisa de siempre.
—¡Por fin los encuentro! —exclamó, levantando las manos en señal de triunfo—. Pensé que se habían olvidado de mí, o que se habían vuelto hombres respetables, que es casi lo mismo.
Gabriel sonrió apenas y Marcos, con tono burlón, respondió:
—Respetables nunca, Eduardo. Pero olvidarnos de ti… créeme, a veces tentador sí es.
Eduardo soltó una carcajada sonora.
—Sabía que no iba a recibir flores de tu boca, Marcos.
—¿Flores? —replicó Marcos, alzando una ceja—. Más bien un ramo de ortigas, que es lo único que se te merece.
—¡Vaya amistad! —rió Eduardo, mirando a Gabriel—. ¿Ves lo que tengo que aguantar?
Gabriel negó con la cabeza, divertido en silencio.
—En fin, no vengo a discutir mi encanto —continuó Eduardo, extendiendo la mano con un sobre—, sino a invitarlos a una fiesta social que organizo en unos días.
—¿Tú? —se burló Marcos, tomando la carta—. ¿El mismo que decía que esas fiestas eran puro teatro y gente desesperada por aparentar?
—El mismo —admitió con una sonrisa torcida—. Y precisamente por eso la organizo: me divierte verlos actuar. Además, necesito caras conocidas para que no sea un entierro elegante.
Gabriel asintió, sobrio:
—Estaremos allí.
—Claro, cuéntanos —añadió Marcos con sorna—, alguien tiene que animar tu velorio de vanidades.
Eduardo, con una mirada traviesa, agregó:
—Y, por supuesto, pueden traer compañía femenina si lo desean. Ya saben… las fiestas siempre se disfrutan más con una dama al lado. —Les guiñó un ojo exagerado antes de subir nuevamente a su carreta.
Y con un gesto amplio de despedida, partió entre risas.
Marcos lo siguió con la mirada, aún sonriendo.
—Siempre con lo mismo este hombre.
Gabriel ajustó el paquete de documentos bajo el brazo.
—Déjalo ser. Debo marchar.
—Suerte con eso —dijo Marcos, dándole una palmada ligera en el hombro antes de regresarse al interior.
Gabriel se encaminó solo hacia la residencia de los Weaver, llevando consigo los números que sellarían aquella posible sociedad. Al llegar, un sirviente le abrió las puertas y lo condujo al salón principal, donde lo esperaba la señora. El hombre de la casa, no estaba en ese momento.
—Mi esposo ha salido a resolver unos asuntos —explicó la dama, tomando con delicadeza los documentos—. No se preocupe, yo misma se los entregaré apenas regrese.
Gabriel inclinó la cabeza con cortesía.
—Le agradezco, señora. Son cifras importantes, y quería que las viera cuanto antes.
En ese instante apareció Evelin, entrando con pasos suaves, aunque sus ojos brillaban de curiosidad apenas posaron en Gabriel. Su abuela la miró con afecto y Evelin, como si lo hubiera planeado, dijo con espontaneidad:
—Abuela —empezó, con tono inocente—¿puedo pedirle algo? Gabriel ya cumplió con su visita, y el día está tan agradable. Pensaba que quizá podríamos dar un paseo.
La mujer la observó un instante, luego dirigió la mirada a Gabriel y, finalmente, sonrió.
—Me parece una buena idea. Es sano que pasen tiempo juntos. Pero confío en que la traerá de vuelta antes de que caiga la noche.