Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 33

La música había bajado de intensidad y varias lámparas ya se apagaban en los rincones del salón. Marcos, al notar lo tarde que se había vuelto y lo rápido que la noche se había escurrido, decidió que era momento de llevar a Clara a su hogar y regresar él también a descansar.

La buscó entre los invitados y no tardó en encontrarla junto a Eduardo, que, plato en mano, le ofrecía con entusiasmo pequeñas porciones de comida mientras lanzaba comentarios burlones sobre el cocinero y sus caprichos. Clara reía con entusiasmo.

Al acercarse, Marcos sonrió para sí; la mayor parte de la fiesta los había visto juntos, y ahora no podía evitar sospechar que entre esos dos estaba naciendo algo más que simpatía.

—Señorita Clara —dijo al llegar, con tono cordial—, creo que ya es hora de marcharnos.

Eduardo alzó las cejas, fingiendo sorpresa teatral.
—¿Ya tan temprano? ¡Pero si la fiesta apenas empieza, hombre! No puedes robarme así a mi mejor compañía de la noche.

Marcos le devolvió la broma con una sonrisa socarrona.
—Tu compañía seguirá siendo el vino, Pembroke. Pero la señorita sí tiene casa y familia, y me temo que ellos no aceptarían la excusa de tus banquetes interminables.

Clara ocultó una risa tras la mano mientras Eduardo negaba con la cabeza, exagerado.

—Bien, bien, no voy a discutir con tu sentido del deber —replicó Eduardo—. Toma uno de mis carruajes, así no hay excusa para demoras.

Marcos asintió agradecido, pero Eduardo insistió de inmediato, levantando su copa medio vacía.
—Es más, iré con ustedes. No sea que en el camino decidan fugarse y me dejen sin noticias.

El comentario arrancó la risa de Clara y una carcajada de Marcos, que alzó su copa en un gesto burlón.

—Está bien, pero apúrate en convencerla de despedirse.

—Un momento —intervino Clara, levantándose ligera—. Solo diré adiós a unas amigas y regreso enseguida.

Con un ademán elegante, se alejó hacia un pequeño grupo de damas. Marcos aprovechó entonces para volver su mirada hacia Eduardo, que lo observaba divertido.

—Dime, Pembroke —soltó Marcos con tono burlón—, ¿vienes con nosotros porque quieres cortejarme a mí, a la señorita… o simplemente quieres saber dónde vive?

Eduardo soltó una risa sonora, palmeándole el hombro.
—A ambos, querido, y sí… también quiero saber dónde vive. Nunca está de más tener esa información.

Los dos rieron juntos, compartiendo la complicidad que solo las bromas pesadas podían generar entre ellos, mientras esperaban el regreso de Clara.

….
El carruaje avanzaba con paso firme por las calles. Dentro, Eduardo y Clara compartían asiento, mientras Marcos, frente a ellos, los observaba con una mezcla de serenidad y perspicacia.

No tardó en notar lo evidente: Clara reía animadamente ante cada ocurrencia de Eduardo. Y no eran comentarios suaves ni elegantes precisamente; los chistes de Pembroke solían ser demasiado directos, incluso inapropiados para los oídos delicados de muchas señoritas de sociedad. Pero ella no solo no parecía ofenderse, sino que respondía con una sonrisa amplia, casi luminosa, que la volvía distinta a como Marcos la había visto antes.

El cuadro lo hizo sonreír. Se inclinó apenas hacia adelante y soltó:
—Bueno, cuando se casen, más vale que me inviten a la boda. Y que no olviden quién los presentó, ¿eh?

El rostro de Clara se tiñó de un leve sonrojo, mientras bajaba la mirada disimuladamente. Eduardo, en cambio, abrió los ojos con fingida sorpresa.
—¿Casarnos? —repitió con tono teatral—. Vaya, Baker, no sabía que también dabas servicios de celestino. Si lo tuyo son los negocios, me parece que estás desperdiciando talento.

Marcos arqueó una ceja, divertido.
—Piénsalo, Eduardo. Podría cobrarte una buena comisión por cada señorita que logres conquistar con tus… talentos.

Eduardo soltó una carcajada sonora.
—¡Ah! Pues entonces saldrías perdiendo, amigo, porque yo no pago comisiones. Soy de los que se llevan el premio y dejan la cuenta al otro.

Clara, recuperándose del rubor, se animó a intervenir con una chispa juguetona en los ojos.
—Entonces no sería mala idea que lo incluyas en el negocio, Eduardo. Así al menos alguien tendría cómo reclamarte la factura.

Los tres estallaron en risas, llenando el carruaje de un aire ligero y jovial. Y mientras Eduardo y Clara volvían a cruzar miradas cargadas de complicidad, Marcos se recostaba en el asiento, satisfecho; le agradaba ver cómo esa inesperada conexión entre ellos crecía sin esfuerzo alguno.

El coche se detuvo frente a la residencia de Clara, una elegante fachada que descansaba en la quietud de la noche. El cochero descendió para abrir la portezuela, y Clara se alistó con gracia para bajar.

Eduardo fue más rápido, ofreciéndole la mano con una inclinación exagerada, como si estuviera representando una escena en un teatro.
—Ha sido un honor escoltarla, señorita —dijo con fingida solemnidad, aunque sus ojos chispeaban de picardía—. Pero debo advertirle, después de una velada así, no voy a conformarme con que desaparezca de mi vista durante demasiado tiempo.

Clara sonrió, sorprendida por el toque entre juguetón y romántico.
—Entonces tendrá que asegurarse de organizar otra velada pronto, señor —respondió con voz suave, aunque sus mejillas la delataban.

—Créame —replicó Eduardo, inclinándose un poco más hacia ella—, que encontraré el modo.

Marcos carraspeó con teatral impaciencia, haciendo rodar los ojos.
—Bien, bien, basta de promesas de novela. La señorita necesita descansar, y algunos de nosotros también.

Clara rió, agradecida por el tono ligero de Marcos, y se despidió con una mirada cálida hacia ambos.
—Buenas noches, caballeros. Gracias por la compañía.

—Buenas noches, Clara —respondió Marcos con una inclinación respetuosa.

—Dulces sueños, señorita —añadió Eduardo, dándole un último guiño antes de que ella cruzara el umbral de su casa.




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