Gabriel despertó temprano. La luz tenue del amanecer apenas entraba por las rendijas de las cortinas, bañando la habitación con un resplandor dorado. A su lado, Evelin dormía profundamente, con el cabello suelto extendido sobre la almohada y el cuerpo aún deshecho por el cansancio de la noche anterior. Gabriel la contempló en silencio unos segundos, recordando con una sonrisa ladeada las horas que habían compartido. Se veía agotada, como si todo su ser hubiese quedado entregado.
Con cuidado, se apartó de la cama, procurando no despertarla. Se vistió con calma, abotonándose la camisa mientras caminaba hacia la puerta. Cerró detrás de sí y, sin detenerse, se dirigió al cuarto de Marcos.
Golpeó dos veces. La voz de Marcos, firme y seca, se escuchó al otro lado:
—Adelante.
Al entrar, lo encontró de pie frente al espejo, acomodándose el cabello con movimientos medidos. La mirada de Marcos se levantó apenas un instante, atrapando a Gabriel a través del reflejo. Sus ojos cargaban un desdén apenas disimulado.
—¿Qué quieres? —preguntó Marcos, sin girarse, con un tono cortante.
Gabriel avanzó unos pasos con tranquilidad, como si no notara la frialdad.
—Quería hablar contigo, sobre lo de anoche —empezó, con voz suave pero firme.
No alcanzó a terminar. Marcos se dio la vuelta de golpe, mirándolo directo a los ojos, la mandíbula tensa.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le lanzó, con un filo que más que enojo sonaba a advertencia.
Gabriel sostuvo su mirada sin apartarse, con una calma desafiante que contrastaba con la dureza de Marcos.
—Estoy intentando hacer un movimiento —respondió, cada palabra medida—. Mantenerme en el juego.
El silencio que siguió pesó en la habitación. Ninguno bajó la mirada.
Marcos se cruzó de brazos, con gesto firme.
—Has llegado demasiado lejos, Gabriel. Es una chiquilla, probablemente jamás estuvo con un hombre. Y tú… tú te aprovechas de eso.
Gabriel alzó una ceja, apenas inclinado hacia atrás, con esa sonrisa suya que parecía invulnerable.
—¿Y desde cuándo te importa Evelin? —preguntó con ironía, ladeando la cabeza—. ¿No era que se odiaban?
Marcos entrecerró los ojos, su voz salió seca, cortante.
—Sí, nos despreciamos. Ella me detesta y yo tampoco la tengo en gran estima. Pero hay límites, Gabriel. La virginidad de una mujer es algo serio, no un juego.
Gabriel soltó una carcajada breve, incrédula.
—Límites… —repitió, como saboreando la palabra—. Estoy seguro de que a Evelin no le importaría ir hasta el fondo de ese odio que siente hacia ti. De hecho, diría que lo disfruta.
Los músculos del rostro de Marcos se tensaron.
—Sigues reduciéndolo todo a un juego de poder —replicó, apretando los puños—. Como si nada tuviera peso, como si nadie importara.
Gabriel avanzó un paso, la mirada fija, casi desafiante.
—Porque aquí no se trata de ser el bueno, Marcos. Se trata de ser el menos débil.
Marcos respiró hondo, tratando de mantener la compostura, pero el filo de sus palabras volvió a clavarse:
—Si te parece fortaleza pisotear lo que para otros todavía tiene valor, entonces eres más frágil de lo que aparentas.
Gabriel sonrió ladeado, con un brillo irónico en los ojos.
—Vaya discurso, Marcos. Te felicito. Si tanto te conmueve la pureza de Evelin, deberías pensarlo dos veces antes de mirarla como si quisieras salvarla de mí.
El silencio fue pesado. Marcos lo observó con dureza, pero no respondió. Simplemente tomó su chaqueta del respaldo de la silla y se la puso con calma contenida.
—¿Sales? —preguntó Gabriel, con un dejo de burla.
—Sí —respondió Marcos, sin mirarlo—. Voy a depositar en el banco tu maldito pagaré.
Cuando se dispuso a salir, y pasaba junto a él, lo chocó a propósito con el hombro.
—Muévete.
El gesto crispó a Gabriel. Lo sujetó de golpe por el brazo, con firmeza, haciéndolo detenerse. Su voz sonó baja, pero cargada de amenaza.
—Cuida tu comportamiento.
Marcos bajó la mirada hacia la mano que lo sujetaba, luego alzó los ojos hasta encontrarse con los de él. Con una calma cortante dijo:
—Suéltame.
Los dedos de Gabriel permanecieron aferrados un instante más, lo bastante para dejar claro que no toleraba desplantes. Sin embargo, al sostener la mirada firme de Marcos, terminó por soltarlo con un gesto seco.
Marcos acomodó la manga de su chaqueta con calma, como si nada hubiera pasado, y siguió hacia la puerta sin volver a mirarlo. Gabriel lo observó alejarse, la mandíbula apretada, sintiendo que aquel roce había encendido una chispa peligrosa.
La habitación finalmente quedó en silencio, impregnada de la tensión que ninguno de los dos se había permitido liberar.
Cuando Gabriel regresó a su cuarto, al abrir, se quedó apoyado contra el marco de la puerta, observando en silencio. Evelin aún dormía entre las sábanas revueltas, ahora con el pecho descubierto, sus senos expuestos al aire tibio de la mañana. Una oleada de deseo lo recorrió de inmediato; en ella había algo que lo encendía sin tregua, un fuego que, por más que lo hubiera buscado durante la noche, aún no parecía extinguirse.
Con una sonrisa torcida, se deslizó de nuevo hacia la cama. Se tendió a su lado, dejó que su mano recorriera la curva de su cintura y apretó suavemente su piel hasta que Evelin se movió entre sueños. Ella abrió los ojos despacio, lo encontró mirándola con intensidad y sonrió. Gabriel aprovechó el instante para atraerla contra su cuerpo, dejándole sentir con claridad la firme presión de su erección que insistía, exigente, en reclamarla otra vez. Evelin dejó escapar una risa suave, breve, antes de rendirse a su cercanía, y los dos volvieron a entregarse con voracidad.
….
El sol ya estaba en lo alto cuando se encontraban en el comedor. La mesa estaba servida con platos sencillos, y Evelin, animada, lo escuchaba con genuino interés.
—¿Y entonces? —preguntó ella, apoyando el mentón en una mano—, ¿qué diferencia hay entre dejar fermentar el vino en barricas de roble o en toneles de acero?