Con el paso de las semanas, Evelin había hecho de la casa de Gabriel casi un segundo hogar. Cada visita se alargaba más que la anterior, hasta que se hizo costumbre verla ahí con más frecuencia de la que Gabriel iba a la mansión Weaver. Pasaban horas entre libros y copas de vino, mientras él le enseñaba a distinguir matices, a comprender la complejidad de los licores, a saborear cada detalle. Pero más allá del aprendizaje, era en la intimidad donde Evelin demostraba ser una alumna aún más aplicada.
Gabriel lo notaba: cada encuentro con ella era distinto porque Evelin aprendía. Recordaba lo que lo encendía, lo que lo desarmaba, y lo repetía sin titubeos en futuros encuentros. Había entendido lo que significaba sostenerle la mirada, no apartar los ojos cuando el deseo la desbordaba. Y aquello, lejos de apagarlo, lo volvía más insaciable. Ella sabía cómo provocarlo, cómo avivar ese fuego carnal que aún no se había extinguido en él.
Una tarde en particular, le quedó en claro que aquella mujer haría lo que fuera por complacerlo.
El aire en la habitación estaba cargado de esa tensión que los unía. Evelin se movía sobre sus piernas, desnuda, aferrándose a sus hombros mientras él la poseía con fuerza. Gabriel hundía el rostro en sus pechos, besándolos con hambre, arrancándole gemidos entrecortados. Ella, incapaz de contener el estremecimiento, inclinó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos.
Gabriel no se lo permitió. La sujetó de la nuca con firmeza, obligándola a alinear otra vez su rostro con el suyo. Se apartó apenas de su piel, dejando que la respiración entrecortada de ambos llenara el silencio, y le susurró con voz grave:
—No... Quiero que me mires mientras te hago esto.
Su mano descendió con destreza, encontrando el punto exacto de su placer entre sus piernas. Evelin ahogó un gemido, sorprendida, sus labios entreabiertos temblaban de deseo.
Gabriel sonrió, sus ojos clavados en los de ella, brillando con un dominio perverso.
—Eso es… —murmuró con un tono sensual, casi cruel, que era al mismo tiempo orden y caricia—. Dámelo todo.
Evelin obedeció, jadeante, clavando los ojos en los de él, sintiendo cómo cada caricia de sus dedos la incendiaba por dentro. Su cuerpo temblaba, pero se mantenía presa de esa mirada que parecía dominarla más que cualquier otra cosa.
—Gabriel… —murmuró con la voz quebrada, apenas logrando articular, entre gemidos.
Él apretó con más firmeza su nuca, acercando sus labios a su oído.
—Más fuerte, quiero escucharte. Quiero que cada vez que gimas, lo hagas para mí.
Ella gimió, esta vez más alto, estremecida por esa mezcla de deseo y sometimiento. Gabriel sonrió satisfecho, intensificando sus movimientos hasta arrancarle un sollozo de placer.
—Así te quiero, obediente y ardiente. —Sus dientes rozaron la piel de su cuello, arrancándole un suspiro.
Evelin, con la respiración entrecortada, lo miraba con devoción y deseo al mismo tiempo. Sus caderas respondían instintivamente, buscando más, rogando por más.
Gabriel detuvo por un instante sus dedos, provocando un gemido de frustración en ella. La miró divertido, con esa sonrisa que la enloquecía, y murmuró:
—Te voy a enseñar algo más.
Evelin lo observó expectante. Gabriel guió la mano de ella hasta su intimidad, haciéndola rozar su virilidad endurecida. La mirada intensa de él no se apartaba de sus ojos mientras marcaba el ritmo, firme y lento al principio.
—Así… —murmuró con un gemido contenido, apretando los dientes.
Evelin, encendida, tragó saliva, sintiendo el calor palpitante en su palma. Movió los dedos un poco más, tanteando.
—¿Así te gusta? —susurró con un tono tímido y atrevido a la vez.
Un gruñido grave escapó de los labios de Gabriel, su cuerpo estremeciéndose bajo la caricia.
—Sí… —respiró entrecortado—. Así… exactamente así. No te detengas.
Ella obedeció, animándose a recorrerlo con más firmeza, disfrutando de verlo perder por un instante ese control que siempre tenía. Gabriel dejó caer la cabeza hacia atrás, gimiendo bajo su toque, pero volvió a mirarla con esa intensidad posesiva que la hacía temblar.
—Escucha bien… —dijo, con la voz ronca por el placer—. La próxima vez, vas a hacerlo tú sola. Quiero que me muestres lo que aprendiste hoy. Quiero que me hagas arder con tus manos.
Evelin lo miró encendida, los labios entreabiertos, sin dejar de tocarlo como él le enseñaba.
—Lo haré Gabriel… —murmuró, entregada.
Él sonrió, acercandola a su boca para besarla con furia. Después, separó sus labios apenas unos centímetros y, todavía jadeando, dictó su última orden en un susurro posesivo.
—Guárdalo en tu memoria, porque en nuestro próximo encuentro, no aceptaré menos.
Así fue como en la siguiente vez ella no esperó sus instrucciones. Bajó la mano con decisión y lo tomó entre los dedos, repitiendo el movimiento que él mismo le había enseñado.
Gabriel abrió los ojos de golpe, sorprendido, un gemido grave escapándose de su garganta.
—Maldición… —gruñó, apretando la sábana con una mano y sujetándola de la cadera con la otra—. Aprendiste demasiado rápido.
Evelin sonrió con picardía, inclinándose sobre él para rozar sus labios.
—¿Así querías que lo hiciera? —susurró, manteniendo el ritmo, desafiándolo.
Gabriel soltó una carcajada rota por el placer, al tiempo que arqueaba la espalda bajo su toque.
—Exactamente así —jadeó, con una intensidad en la mirada—. Sabes obedecer, y eso me enciende más de lo que imaginas.
La observó con atención, con esa mezcla de lujuria y cálculo que nunca desaparecía del todo en él. En su mente, no pudo evitar reconocerlo: era como si cada lección quedará grabada a fuego en su piel, lo provocaba, lo encendía, lo hacía buscarla de nuevo.
Mientras tanto, por otro lado, Marcos había tomado una decisión silenciosa. Se obligó a aceptar aquellos encuentros entre Gabriel y Evelin, aunque cada uno le desgarrara el pecho. Sabía que Gabriel nunca se dejaría ordenar por nadie, mucho menos por él. Y como lo amaba, prefería soportar el dolor antes que arriesgarse a perderlo o, peor aún, romper esa confianza que habían construido juntos desde siempre.