La mañana entraba tibia por los ventanales del comedor. El aroma del café recién servido se mezclaba con el del pan tostado. Marcos, con el cabello algo despeinado, se dejó caer en la silla y, como cada día, buscó el azucarero sin pensar demasiado.
Gabriel, sentado frente a él con el semblante imperturbable, se limitó a observar en silencio cómo su amigo vertía generosamente dos cucharaditas en la taza. Ni un músculo de su rostro delató la travesura que había hecho minutos antes.
Marcos revolvió con desgana, llevó la taza a los labios y dio un sorbo. Apenas el líquido salado le tocó la lengua, su expresión se contrajo en una mueca de disgusto.
—¡Dios mío! —soltó, apartando la taza con brusquedad—. ¿Qué demonios le pasó a este café?
Gabriel arqueó apenas una ceja, con gesto solemne.
—¿Sucede algo? A mí me parece perfecto. Quizá sea tu paladar el que amaneció defectuoso.
Marcos lo miró con los ojos entrecerrados, sospechando.
—Gabriel… ¿qué hiciste?
Gabriel dejó escapar una sonrisa contenida.
—Oh, nada. Solo pensé que tu vida necesitaba un poco más de sabor.
Marcos, indignado, volvió a mirar la taza y luego a su amigo, intentando mantenerse serio pero sin poder evitar que la comisura de sus labios temblara.
—Te juro que un día te vas a atragantar con tus propias bromas.
Gabriel se encogió de hombros, encantado.
—Posiblemente, pero moriré feliz.
Marcos resopló, pero la chispa de picardía le encendió los ojos. Tomó disimuladamente el salero y lo acercó a su plato. Pateó una de las patas de la mesa y cuando Gabriel se distrajo por un segundo, él aprovechó para espolvorear con generosidad sobre la mantequilla que acababa de untar su amigo.
—¿Sabes? —dijo con fingida inocencia—, creo que tienes razón. El desayuno necesitaba algo distinto.
Gabriel levantó la vista, desconfiando, pero ya era tarde: el pan salado estaba en su boca. Apenas lo probó, frunció el ceño, y esta vez fue Marcos quien soltó la carcajada sonora que llenó la sala.
—Parece que ahora el defectuoso eres tú —bromeó Marcos, disfrutando de su venganza.
Gabriel lo miró fijamente, masticando despacio con resignación, y al final terminó sonriendo también, derrotado.
—Bien jugado, Marcos. Bien jugado.
Todavía con el sabor salado en la boca, dejó el pan sobre el plato con calma estudiada. Se levantó de la silla y tomó el salero con gesto lento.
—¿Sabes qué pienso?—dijo con voz grave mientras rodeaba la mesa hacia él—. Que te confías demasiado.
Antes de que Marcos pudiera reaccionar, Gabriel le dio un leve sacudón con el salero abierto, dejando caer un puñado sobre su hombro y parte de su cabello.
—¡Eh! —protestó Marcos, dando un salto y sacudiéndose entre risas—. ¡Maldición, Gabriel! ¡Pareces un crío!
Gabriel dejó el salero en la mesa, fingiendo dignidad mientras sonreía de lado.
—Ya basta de juegos, tenemos que irnos.
Marcos, aún riendo, se puso de pie y, en un impulso, se lanzó hacia él. Le pasó un brazo por encima de los hombros y se apoyó con todo su peso, dándole un par de palmadas exageradas en el pecho, como si lo retara.
—Pues anda, “niño”, guíame al trabajo, aunque lo más probable es que te derrumbes antes de llegar a la puerta —bromeó, casi colgándose de Gabriel como un adolescente revoltoso.
Gabriel gruñó un poco, tratando de mantener el equilibrio, pero no pudo evitar reír también. Durante un instante, mientras Marcos aún lo sujetaba por los hombros con esa confianza casi infantil, pensó que había pocas cosas que se sintieran tan distintas, tan raramente plenas, como esa risa compartida con él. Era otra clase de alivio, distinto al dinero, distinto al control.
….
Aún era temprano cuando se encontraban en el despacho de Weaver. La luz oblicua entraba por los ventanales altos, bañando la mesa donde Gabriel desplegó unos papeles, no demasiados, lo justo para no abrumar.
—Aquí lo tiene —dijo con calma—. Números de las últimas semanas. Ventas constantes, bodegas que ya empiezan a rotar producto. No son promesas, son hechos.
Weaver se inclinó, ajustándose las gafas. Las cifras parecían modestas, pero claras. Marcos, que hasta entonces había permanecido en segundo plano, dio un paso al frente y señaló una de las columnas.
—¿Ve esto? —preguntó—. Es un ingreso limpio. Semana tras semana, siempre en positivo. Puede que no parezca espectacular, pero dígame: ¿qué negocio nuevo le devuelve algo tan pronto? La mayoría tardan meses en moverse. Aquí ya hay flujo.
Weaver entrecerró los ojos, curioso. Gabriel aprovechó entonces para abrir un sobre y deslizarlo hacia él.
—Un adelanto. Ganancia líquida. No quiero que crea en palabras, quiero que vea con sus propios ojos.
Weaver tomó el sobre, lo abrió con cierta desconfianza, y luego arqueó las cejas al comprobar la suma.
—Esto… ¿ya está en movimiento?
—Ya y desde hace semanas —respondió Marcos, sonriendo con esa mezcla de picardía y seguridad que solía usar para ganarse a cualquiera—. Y si con poco capital logramos esto, imagine lo que se puede hacer si la red crece.
Gabriel inclinó la cabeza, firme:
—Cinco sucursales más y la rueda gira el doble. Es sencillo: más puntos de venta, más movimiento, más retorno. Usted no tendría que esperar años para ver frutos.
Weaver tamborileó los dedos sobre la mesa. Lo que veía lo seducía; las cifras hablaban, pero el dinero en el sobre pesaba aún más.
—Entonces me dice que si invierto más, veré más de esto.
—Exactamente —replicó Marcos—. Usted pone confianza, nosotros ponemos el trabajo y la estructura.
Un silencio denso los envolvió, hasta que el empresario alzó la vista, con una sonrisa contenida.
—De acuerdo, invertiré más. Quiero ver esas cinco sucursales funcionando cuanto antes.
Marcos dejó escapar una risa breve.
—Le aseguro que no se va a arrepentir.
Gabriel no sonrió, pero sus ojos brillaban con el fulgor de quien ve que su plan avanza exactamente como lo había trazado.