Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 39

El sol caía fuerte sobre la explanada de la bodega, iluminando el movimiento constante de hombres. Varias carretas aguardaban preparadas, con las ruedas gruesas hundidas apenas en la tierra apisonada. Los empleados, en mangas de camisa y con el sudor brillándoles en la frente, rodaban pesadas barricas de vino hasta los vehículos, antes de asegurarlas con sogas gruesas.

En medio de aquella actividad, Marcos se movía con energía entre los hombres, señalando aquí y allá, controlando la carga como si fuese un capitán entre marineros.

—¡No, no, cuidado con esa! —ordenó, alzando la voz con una mezcla de autoridad y picardía—. Si la dejan rodar, no la pagan ustedes, la pago yo… y créanme, no pienso invitar a nadie a beber de un barril reventado.

Las carcajadas de los peones estallaron, y hasta los que cargaban con esfuerzo sobre la carreta sonrieron a pesar del cansancio.

Marcos, complacido con la reacción, giró hacia otro grupo que amarraba cuerdas.
—Más fuerte ese nudo, muchachos, que este vino vale más que la sonrisa de su suegra… y ya les digo, no hay cuerda que resista eso.

Un estallido de risas se alzó otra vez. Los trabajadores lo escuchaban atentos, agradeciendo en silencio la ligereza de su carácter que hacía más llevadera la faena.

Marcos sonrió satisfecho: le gustaba tener público, y más aún cuando todos parecían rendidos a su encanto natural.

En un momento se inclinó sobre una de las barricas recién aseguradas, pasando la mano por la madera pulida con gesto crítico.
—Bien, bien… así da gusto —comentó con tono satisfecho—. Si seguimos a este ritmo, el vino llegará más rápido a las copas que a las bodegas.

Uno de los muchachos más jóvenes, que apenas podía con la soga, lo miró con cierta admiración.
—Señor Marcos, con usted hasta da gusto cargar barriles.

Marcos arqueó una ceja y sonrió con ironía.
—¡Ah! Pero no te acostumbres, muchacho. Mi encanto no se incluye en la paga, eso se cobra aparte.

Las carcajadas se renovaron, y él, divertido, chasqueó los dedos en dirección al grupo que rodaba otra barrica.
—Vamos, vamos, que los barriles no se mueven con risas, aunque yo bien podría patentarlo.

Justo entonces, un sonido distinto se elevó entre las voces y el chirriar de las carretas. Marcos levantó la vista hacia el camino y distinguió el carruaje de Gabriel acercándose.

Una sonrisa se dibujó en su rostro, mientras se giraba hacia los trabajadores, que también habían advertido la llegada.
—¡Atentos, señores! —exclamó con fingida solemnidad—. Pongan cara seria y acomódense, que llega el mismísimo Gabriel. No vaya a ser que piense que aquí solo nos dedicamos a reírnos de mis chistes.

Las risas se desataron otra vez, aunque muchos, obedientes, enderezaron la postura y se apresuraron a aparentar mayor formalidad, lo que solo aumentó la diversión de Marcos.

El coche se detuvo con un ligero crujido de ruedas y el cochero bajó para abrir la puerta. Gabriel fue el primero en descender, con la calma habitual en sus movimientos, seguido de Evelin, que acomodó con un gesto orgulloso el pliegue de su falda al poner pie en tierra.

Marcos, desde unos metros, observó la escena con una ligera sonrisa torcida… que se borró apenas sus ojos se posaron en Evelin. Un destello de desagrado le cruzó la mirada.

Gabriel, en cambio, dejó que la satisfacción recorriera su semblante al notar que Marcos ya había adelantado bastante trabajo con los hombres.

Evelin giró su rostro hacia Gabriel, con gesto de sorpresa contenida.
—Pensé que íbamos a estar solo tú y yo. —murmuró, con cierto reproche—. No dijiste nada de que Marcos estaría aquí.

Gabriel, sereno, le sostuvo la mirada.
—Marcos decidió cabalgar. Eso le permitió llegar antes y supervisar lo necesario.

Los labios de Evelin se curvaron en una sonrisa desdeñosa.
—Seguro lo hizo porque no quería compartir el viaje conmigo. —Clavó sus ojos en Gabriel—. Y créeme, fue una buena decisión, porque yo tampoco deseaba compartir el trayecto con él.

Gabriel apenas ladeó la cabeza, sin molestarse en responderle, y avanzó hacia donde los trabajadores aguardaban. Estos, al verlo, se cuadraron de inmediato, inclinando la cabeza en un saludo respetuoso. Gabriel devolvió la cortesía con un leve movimiento de la mano.

Se volvió hacia Marcos.
—Has hecho buen avance —comentó, evaluando las barricas ya aseguradas—. Me esperaba menos, viniendo solo.

Marcos arqueó una ceja, cruzándose de brazos.
—Pues ya ves, cuando uno quiere puede. Aunque, claro, tener público siempre me inspira.

Gabriel apenas sonrió, antes de dirigir su atención de nuevo a los hombres.

Evelin, entretanto, había permanecido observando a Marcos con aire retador. Finalmente, dio un paso hacia él, alzando el mentón.
—¿Y tú? ¿No sabes saludar?

Marcos la miró con descaro, inclinando apenas la cabeza, con una sonrisa cargada de ironía.
—Claro que sé. Solo que lo hago cuando se trata de gente educada.

El veneno de la indirecta fue evidente, y Evelin frunció el ceño, chasqueando la lengua antes de dedicarle una mueca peleadora, como si estuviera lista para seguir la provocación.

Gabriel, notando cómo la tensión entre ambos iba en aumento, dio un paso al frente y dejó caer su voz con un tono firme que cortó el aire como un látigo.

—Basta. —Su mirada se paseó entre los dos, glacial, y los trabajadores que estaban alrededor bajaron los ojos de inmediato, como si el peso de esa palabra también los hubiera alcanzado.

Marcos contuvo una sonrisa torcida, y Evelin resopló bajo, pero ninguno de los dos se atrevió a seguir con el juego.

Gabriel entonces la tomó del brazo con un gesto medido y la apartó unos pasos.

—Todo este cargamento corresponde al negocio que tenemos con tu abuelo —le dijo con serenidad, señalando las hileras de madera perfectamente alineadas.

Evelin abrió los ojos, sorprendida.
—¿Todo esto? —su voz cargada de asombro—. No imaginaba que fuera tanto.




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