Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 40

La expresión de él era inescrutable, ni un rastro de la tormenta que había cruzado segundos antes.

Evelin dio un paso, con cautela.
—Perdóname —murmuró, con voz suave—. No pensé que todo terminaría así.

Gabriel se giró despacio, la miró con esa calma implacable y respondió.
—Está bien. Fue un simple contratiempo, nada más.

—¿De verdad estás bien? —insistió ella, buscando en sus ojos alguna fisura.

Él esbozó una sonrisa breve, dura, casi orgullosa.
—Perfecto —dijo, como si fuera una verdad indiscutible.

Pero en su mente, el eco de las palabras de Marcos todavía resonaba: “Arrogante”. Y aunque no lo admitiría, sabía que había perdido el control por un instante, dejándose arrastrar por Evelin, exponiéndose donde no debía.

Ella, sin leer su pensamiento pero sintiendo el peso del silencio, se acercó y lo rodeó con los brazos. Gabriel permaneció rígido un momento, hasta que el calor de aquel abrazo lo envolvió. Sintió la suavidad de su cuerpo contra el suyo, la calidez de esa entrega sincera.

—No deberías permitirle que te trate así —susurró ella, con un dejo de indignación—. Fue un desubicado al pasarte los papeles de esa manera. Un agresivo.

Gabriel no respondió. Ni una palabra, ni un gesto de acuerdo o de rechazo. Se limitó a recibir el abrazo, dejando que Evelin descargara lo que llevaba dentro.

Al fin, se apartó apenas lo necesario para mirarla a los ojos.
—Vamos a terminar con el trabajo —dijo con tono firme—. Cuanto antes, mejor.

Evelin asintió, aceptando esa respuesta seca que, sin embargo, llevaba implícito un cierre. Se quedó a su lado, ayudándolo con lo que podía, decidida a no apartarse mientras él recuperaba el control absoluto de la situación.

Hasta que la hora de partir los alcanzó.

El carruaje avanzaba por el camino de regreso. Evelin mantenía la vista fija en la ventanilla, pero su ceño fruncido delataba lo que le ardía por dentro. Finalmente, giró hacia Gabriel.

—No soporto la manera en que Marcos te habló. Ni cómo me miró —su voz llevaba una mezcla de enojo y orgullo herido—. Es un insolente.

Gabriel la miró de reojo, apoyado con calma en el respaldo.
—No lo defiendo —dijo con tono grave—. Pero en parte tenía razón. Si no hubiese sido él, cualquiera podría habernos visto. Y eso —se inclinó apenas hacia ella, dejando que sus palabras cayeran con firmeza— habría sido una vergüenza para ti.

Evelin se quedó en silencio un momento, sintiendo el peso de esa verdad. Bajó la mirada, reprimiendo la réplica que tenía lista.
—Tal vez… —admitió al fin, con un suspiro resignado—. Tal vez tengas razón.

Gabriel no dijo más.

Ella lo estudió, buscando un resquicio en esa coraza. Luego, con un destello pícaro en los ojos, rompió la seriedad.
—Igual, si alguien nos hubiera visto, yo habría dicho que estabas revisándome el corsé porque se me trabó —se encogió de hombros con fingida inocencia—. ¿Quién podría culparte por ser tan caballeroso?

Gabriel giró hacia ella de golpe, sorprendido, y no pudo evitar soltar una carcajada ronca, breve pero sincera. Evelin sonrió satisfecha, orgullosa de haber arrancado esa risa, un sonido valioso en él.

—Dime, astuta —murmuró Gabriel con ironía—, ¿y cómo hubieras justificado tu mano dentro de mi pantalón?

Evelin arqueó una ceja, sin perder la compostura, y respondió con descaro.
—Muy fácil. Habría dicho que te estaba ayudando a ajustar el cinturón aunque, claro, no era el cinturón lo que necesitaba tanto ajuste.

Gabriel soltó otra risa profunda, que retumbó en el reducido espacio del carruaje. Se llevó una mano a la frente, todavía sonriendo, y negó con la cabeza como si no pudiera creer la audacia de ella.
—Eres ingeniosa —dijo, divertido.

Evelin lo observaba feliz, casi triunfante.

Cuando el silencio regresó, Gabriel se acomodó en el asiento, y su mirada se perdió unos segundos en la ventanilla. La sonrisa se fue borrando lentamente. En su interior, la imagen de Marcos regresó; su voz alzada, la furia en sus ojos, el golpe de los papeles contra su pecho. Había sido una escena peligrosa. Pensó que su colega tenía razón: ese comportamiento no era propio de él.

El carruaje siguió avanzando, y Gabriel guardó la reflexión para sí, volviendo a mostrar solo el rostro sereno e impenetrable de siempre.

….
Marcos cabalgaba con el ceño fruncido, la mandíbula dura y los puños aferrados a las riendas. El aire frío de la tarde le golpeaba el rostro, pero no lograba enfriar la fiebre que hervía dentro de él. Cada zancada del caballo parecía retumbarle en el pecho con el mismo eco de la discusión que acababa de tener. No tomó el camino habitual; giró en un desvío más largo, buscando espacio, buscando un poco de soledad para sofocar la rabia.

Iba tan absorto en su tormenta interior que no vio la raíz gruesa que atravesaba parte del sendero. El animal, en un salto brusco, perdió el equilibrio. Todo ocurrió en un segundo: el resoplido fuerte, el tirón violento de las riendas, el cuerpo de Marcos sacudido hacia adelante. Sintió cómo el suelo le arrancaba el aire de los pulmones al impactar de espaldas, luego rodó torpemente por la tierra, raspándose los brazos y el costado. El caballo relinchó y siguió galopando, alejándose sin mirar atrás.

—¡Maldición! —escupió Marcos con la voz ronca, clavando la mano en el suelo y apretando los dientes de dolor. La tierra estaba fría bajo él, pero la sangre en su boca era caliente, metálica. Giró sobre sí mismo, quedando boca arriba, jadeando mientras observaba el cielo que se oscurecía lentamente.

Se quedó tirado allí, inmóvil, con el pecho subiendo y bajando de forma irregular. Y entonces, como si el golpe hubiera abierto la compuerta de su mente, los pensamientos lo invadieron sin tregua.

“Maldita vida, nunca te he pedido nada y aun así me tratas como si te debiera todo. ¿Qué es lo que quieres de mí?”

Cerró los ojos con fuerza, sintiendo la punzada en el costado.




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