El comedor de los Weaver estaba dispuesto con la elegancia de siempre. El mediodía se filtraba por los ventanales, iluminando la mesa larga cubierta con manteles finos y vajilla reluciente. Evelin comía en silencio, distraída, cuando la voz de su abuela rompió la calma con su tono inquisitivo.
—Dime, Evelin —dijo la señora Weaver, dejando el tenedor con suavidad pero con una mirada penetrante—. ¿Cómo fue exactamente esa “visita” a la bodega con Gabriel?
Evelin levantó la vista, sorprendida por el énfasis en la palabra.
—Tal como lo oyes, abuela —respondió, con un dejo de molestia en la voz—. Fuimos a la bodega y Gabriel me mostró un envío completo.
—¿Y eso fue todo? —insistió la anciana, arqueando una ceja, como si esperara una confesión distinta.
Evelin apretó los labios, irritada.
—Sí, eso fue todo. ¿Qué más podría haber pasado? —replicó, girando la mirada hacia su plato—. Gabriel me explicó cómo aseguraban las barricas, cómo preparaban el traslado y debo admitir que me sorprendió, manejaban un volumen tan grande…
El señor Weaver, que hasta entonces había comido en silencio, levantó la mirada con un brillo de interés.
—¿Grande, dices? —preguntó.
—Enorme, abuelo —respondió Evelin, animándose un poco—. Había filas enteras de barricas listas para salir. Me dijo que era el cargamento correspondiente a nuestro acuerdo, pero aún así, la magnitud era impactante.
El anciano dejó escapar un leve murmullo, asintiendo.
—Debo reconocer que estoy muy satisfecho con Gabriel y con Marcos —comentó—. Sus balances están superando lo que esperaba. Diría incluso, mejores que los de mi propio negocio en el último tiempo.
La señora Weaver se volvió hacia él con sorpresa evidente.
—¿Cómo dices? ¿Mejores que los tuyos? ¿Acaso nuestros negocios andan tan mal?
El señor Weaver levantó una mano, como para suavizar su reacción.
—No tan mal —dijo con calma—. Pero es cierto que los ingresos han sido muy bajos últimamente. Nada alarmante aún, pero comparado con lo que ellos están logrando, la diferencia es notable.
Evelin lo miraba con atención, intrigada por la sinceridad poco común en él.
—¿Entonces confías tanto en Gabriel? —preguntó ella.
—Confío en los resultados —replicó el abuelo con un dejo pragmático en la voz—. Estoy considerando invertir un poco más en ese negocio. Lo veo próspero, con proyección. Y lo que se gane allí bien podría ayudar a impulsar mis propios emprendimientos.
La anciana entrelazó las manos, claramente preocupada.
—¿No es un riesgo poner más capital en manos ajenas? —preguntó, seria.
El señor Weaver sonrió, casi condescendiente.
—Todo negocio es un riesgo, querida. Pero negar lo evidente sería un error. Ellos manejan las cuentas con un orden admirable. Mucho mejor que algunos de mis socios de toda la vida.
Evelin, sin poder evitarlo, sonrió con orgullo.
—Yo también lo vi, abuela. Gabriel sabe lo que hace. Lo demuestra en cada detalle.
La señora Weaver suspiró, resignada, pero no del todo convencida.
—Espero que no estemos cometiendo un error —dijo en voz baja.
—No lo haremos —aseguró el hombre, tomando su copa de vino y bebiendo con serenidad—. Al contrario, creo que este puede ser el movimiento más inteligente que hagamos en años.
El silencio se instaló un momento, roto apenas por el tintinear de los cubiertos. Evelin miró a su abuela con un destello de
triunfo en los ojos por el apoyo de su abuelo a Gabriel, mientras la anciana callaba, conteniendo la incomodidad.
Después del almuerzo, la señora Weaver se retiró con calma hacia la sala de costura. Evelin aprovechó el momento y acompañó a su abuelo al despacho, donde siempre olía a madera encerada y a tinta fresca. El hombre se sentó en su sillón de cuero, acomodando el bastón a un costado, mientras Evelin cerraba la puerta con cuidado.
—Abuelo… —empezó ella, avanzando hasta quedar frente al escritorio—. Yo quería decirle algo.
El anciano la miró por encima de sus lentes, en silencio, esperando.
—Creo que hace bien en confiar en Gabriel —continuó ella, con firmeza en la voz—. Si quiere invertir más, no se equivoca. Yo lo vi con mis propios ojos, cómo llevan las cuentas, el movimiento que tienen. Es lo más sensato ahora mismo.
El señor Weaver sonrió apenas, con esa expresión satisfecha que le daba cuando veía carácter en su nieta.
—¿De verdad piensas así? —preguntó, con un tono casi paternal.
—Sí, es la mejor opción, no tengo dudas.
Él asintió. Se quedó un instante en silencio y lentamente su mirada se ensombreció, carraspeó, como si se preparara para entrar en un terreno incómodo.
—Tu abuela me comentó algo… —dijo, con voz baja pero firme—. Me habló de cierta incomodidad que siente, con respecto a ti y a Gabriel.
Evelin se tensó de inmediato.
—¿A qué se refiere? —preguntó, tratando de sonar despreocupada, aunque sus manos se entrelazaban con nerviosismo.
El anciano la miró fijo, directo a los ojos, como solía hacer cuando quería la verdad.
—Me dijo que teme que te hayas entregado a él. —El silencio se hizo pesado, y el caballero, sin apartar la mirada, continuó con calma—. ¿Es así, Evelin?
El corazón de ella dio un salto. Dudó. Abrió la boca, volvió a cerrarla. Por un instante pensó en decir la verdad, pero el peso de la mirada de su abuelo la hizo vacilar. Finalmente, sonrió con la mejor naturalidad que pudo fingir.
—Claro que no —respondió, sin bajar la vista—. Ella se preocupa demasiado, ya la conoces. Gabriel me respeta.
El señor Weaver no apartó los ojos de ella. La observó largo rato, como si buscara la verdad detrás de esa sonrisa. Finalmente, suspiró.
—Tal vez… —murmuró, aunque el tono denotaba que no estaba del todo convencido.
Evelin se mordió el labio, inquieta.
—¿No me cree? —preguntó, casi en un susurro.
—Quiero creerte —respondió él con serenidad—. Pero recuerda algo, Evelin, un error de ese tipo puede costarte caro. Y no hablo de dinero, hablo de ti misma.