Parado frente al espejo de su habitación, antes de bajar, Gabriel aún podía sentir la tibieza del gesto que había tenido en el patio. Frunció el ceño, repasando mentalmente lo ocurrido.
“Un beso en la frente, nada más que eso. Una expresión de afecto, de gratitud, quizá. Nada más.”
Pero la duda persistía como un zumbido molesto. ¿Por qué lo había hecho? No recordaba haberse permitido jamás un gesto tan sincero y semejante con nadie, mucho menos con Marcos.
La imagen de la sorpresa en los ojos de él lo asaltó de nuevo, clara y punzante. Por un instante se preguntó si se había excedido, si su comportamiento había cruzado un límite innecesario. Aunque, después de pensarlo con calma, terminó convenciéndose de lo contrario.
“No fue nada inapropiado, sólo cariño, respeto. Eso es todo”
Se pasó una mano por el rostro, tratando de despejarse, y soltó una breve risa incrédula.
“Maldita sea, ¿por qué darle tantas vueltas?”
Respiró hondo y, con la misma compostura de siempre, salió de la habitación. Al bajar por la escalera, distinguió la mesa iluminada por los candelabros y el murmullo de los criados preparando los últimos detalles. Marcos ya estaba allí, sentado en su lugar habitual, conversando con uno de los sirvientes que retiraba las copas vacías.
Gabriel lo observó desde la distancia unos segundos más de lo necesario, como intentando descifrar por qué la presencia de ese hombre, que tantas veces lo irritaba y lo desafiaba, comenzaba a ocuparle pensamientos.
Enderezó la espalda, borró cualquier atisbo de inquietud de su semblante y avanzó hacia la mesa, dispuesto a cenar como si nada hubiera ocurrido.
La mesa estaba dispuesta con sencillez: dos platos, un par de copas y una jarra de vino entre ellos. El silencio del comedor apenas se interrumpía con el leve tintinear de los cubiertos.
Marcos, frente a Gabriel, comía sin prisa. De vez en cuando, sus ojos se alzaban para mirarlo, con esa sutileza torpe de quien intenta no ser descubierto. Pero Gabriel, que rara vez dejaba escapar un detalle, notó la insistencia.
Dejó el cubierto sobre el plato y lo observó de lleno.
—¿Qué sucede? —preguntó con voz tranquila—. Me miras demasiado.
Marcos titubeó, bajando la vista hacia el vino.
—Nada —respondió rápido, casi convincente.
Gabriel arqueó una ceja.
—¿Seguro? —inclinó la cabeza, con un deje de ironía—. ¿O todavía estás pensando en lo que pasó en el jardín?
Marcos alzó los hombros, intentando aparentar calma.
—No, claro que no. —Se forzó a esbozar una sonrisa, aunque el leve rubor en sus mejillas lo traicionaba—. Fue un gesto inesperado, eso es todo.
Gabriel lo contempló unos segundos, hasta que la seriedad en su rostro cedió ante una risa baja, casi burlona.
—Por Dios, Marcos… —se levantó con una ligereza inesperada y rodeó la mesa—. ¿Tan grave te parece?
Antes de que Marcos pudiera reaccionar, Gabriel ya estaba cerca suyo, tomó su mentón para moverlo, se inclinó y le estampó un beso sonoro y rápido en la mejilla. Y otro, esta vez en la frente, y uno más, en la otra mejilla.
—¿Ves? —dijo entre carcajadas—. Nada de raro tiene esto, solo es cariño fraternal.
Marcos, atrapado entre la incomodidad y la risa inevitable, terminó cediendo a la situación. La rigidez inicial se quebró en una carcajada franca, que llenó el comedor.
Gabriel se apartó apenas, sonriendo con una chispa traviesa en los ojos.
—Eso está mejor —murmuró, volviendo a su asiento como si nada hubiera pasado.
Las risas de ambos se prolongaron unos segundos más, hasta que la seriedad del tema anterior quedó olvidada. Terminaron la cena entre comentarios banales, sin volver a rozar lo ocurrido, como si todo hubiera sido un simple juego entre los dos.
Más tarde, cuando Marcos se acomodó en su cama, la sonrisa todavía le colgaba de los labios. Esa noche, a diferencia de tantas otras, el sueño lo encontró más ligero, más feliz. Después de todo, el hombre del que estaba enamorado lo había besado, aunque fuera solo en la frente y las mejillas, aquello bastaba para encender una ilusión nueva en su mente y en su corazón.
Con el rostro hundido en la almohada, dejó escapar una risa baja al pensarlo. “Si hubiese sabido que estas cosas pasarían, yo mismo me habría tirado del caballo mucho antes”, se dijo en broma, entrecerrando los ojos.
Justo antes de quedarse dormido, se permitió la pregunta que lo acompañó en silencio:
“¿Será posible que algo esté cambiando?”
….
Evelin estaba en el salón, inclinada sobre un bordado, concentrada en cada puntada mientras el mundo a su alrededor parecía quedarse en silencio. Los minutos pasaban sin prisa.
Fue entonces cuando la voz de su abuela interrumpió la calma.
—Querida, ¿qué planes tienes para esta tarde?
—Pensaba en ir a visitar a Gabriel un momento —respondió ella, sin levantar la vista del aro de bordado.
—Excelente, entonces iremos juntas —sentenció la señora Weaver, como si la decisión estuviera tomada desde antes de preguntar.
Evelin la miró, desconcertada, dejando la aguja sobre la mesa
—¿Juntas?
—Por supuesto. El señor Whitaker me invitó a tomar el té ¿recuerdas? Es un buen momento para ir.
El ceño de Evelin se frunció de inmediato.
—Pero, abuela, dijo en unos días, todavía no ha pasado casi nada de tiempo. Es demasiado pronto.
—Eso no importa —replicó la mujer con calma, como quien da el asunto por concluido—. Estoy segura de que no se molestará. Además, así lo conozco un poco mejor.
Evelin la observó con un nudo en el estómago. Sabía bien a qué se debía aquel repentino interés. Su abuela quería comprobar con sus propios ojos que no había nada indebido entre ella y él.
—Está bien —dijo finalmente, resignada—, pero espero que no lo tomes a mal si se sorprende al verla llegar tan pronto.
….
El carruaje se detuvo frente a la casa de Gabriel al caer la tarde. Una criada las condujo a la sala principal, amplia y cuidadosamente ordenada. Evelin tomó asiento en un sillón, rígida, mientras su abuela paseaba por la estancia, examinando cada detalle con evidente curiosidad.