El té se había enfriado en las tazas, pero la conversación continuaba. Gabriel, con calma, había logrado encaminar el tema de vuelta hacia los negocios. Con paciencia, explicaba a Evelin ciertos términos y movimientos básicos que, según él, eran cruciales para entender las oportunidades de inversión.
Ella lo escuchaba con atención, inclinada hacia adelante, siguiendo con la mirada el movimiento de su mano cuando dibujaba con el dedo sobre el mantel un esquema improvisado.
Marcos permanecía de brazos cruzados. Observaba a Evelin con una mezcla de incredulidad y fastidio. “¿Cómo es posible que, a estas alturas, recién empiece a enterarse de lo más elemental?” pensó, reprimiendo el impulso de decirlo en voz alta.
Del otro lado de la mesa, la señora Weaver no se interesaba en absoluto por el tema en sí. Su atención estaba clavada en Gabriel, demasiado fija, demasiado prolongada. Apenas se esforzaba por disimular. Sus ojos lo estudiaban como si intentara descifrar un secreto escrito en su rostro.
Gabriel, al notarlo, mantuvo la compostura. No le devolvió la mirada ni interrumpió su discurso, simplemente siguió hablando con Evelin, como si no ocurriera nada. Pero dentro de sí, era consciente de esa observación penetrante.
Unos minutos más tarde, Marcos también lo advirtió. Sus ojos se desviaron hacia la señora Weaver y notó esa insistencia casi incómoda con que seguía a Gabriel.
La tensión apenas se alivió cuando la mujer, con una voz suave, intervino:
—Dígame, Gabriel… usted habla con tanta seguridad, ¿de dónde cree que le viene ese talento? ¿De su padre, tal vez?
Gabriel sonrió con corrección, apoyando la espalda contra el respaldo.
—Tal vez —respondió con calma—. Aunque creo que lo aprendí más bien a la fuerza. La vida enseña rápido cuando uno debe valerse por sí mismo.
—Entiendo —asintió ella, como quien deja pasar la respuesta, aunque no del todo satisfecha—. ¿Y su madre? ¿La recuerda mucho?
Gabriel bajó la vista un instante, apenas lo suficiente para fingir marcar una sombra de nostalgia.
—Poco. Era muy niño cuando falleció. Lo que guardo de ella son más impresiones que recuerdos.
La señora Weaver inclinó apenas la cabeza, midiendo cada palabra.
—Qué pena… ¿Y luego vivió solo con su padre?
—Así es —contestó él, sin titubear—. Hasta que también partió, años más tarde.
El silencio que siguió fue denso. Marcos lo notó, reconoció de inmediato que ella estaba buscando información. Evelin, en cambio, parecía ajena, más interesada en seguir la explicación que Gabriel había dejado a medias.
Entonces, con un movimiento natural, él retomó la charla sobre las inversiones, como si las preguntas de la señora no hubieran rozado nada sensible. Pero por dentro sabía perfectamente lo que estaba ocurriendo: lo estaban tanteando, indagando en su pasado. Y, como tantas veces antes, se aseguró de no soltar más de lo necesario.
Las últimas palabras de Gabriel habían dejado a la mujer más alterada de lo que esperaba. No había dicho nada fuera de lo común, sin embargo, algo en su tono mesurado, en la serenidad con que respondía, la estaba poniendo cada vez más nerviosa. Sentía que mientras más lo escuchaba, más dudas se implantaban en su cabeza.
Acomodó las manos sobre su regazo y, con un gesto leve, anunció:
—Creo que ya es hora de partir.
Evelin alzó la cabeza con visible sorpresa.
—¿Tan pronto, abuela? Apenas llevamos un rato, podríamos quedarnos un poco más.
—No, querida, ya hemos interrumpido bastante —replicó la señora Weaver, con esa firmeza velada que utilizaba cuando no quería discutir.
Evelin frunció los labios, conteniendo un reproche, pero la incomodidad en su gesto lo decía todo. Fue entonces cuando Gabriel, con absoluta calma, se inclinó ligeramente hacia la anciana.
—Si me permite —dijo, mirándola directo a los ojos—, Evelin podría quedarse una hora más. Después me encargaré de que regrese a casa a tiempo.
La señora Weaver sostuvo la mirada sin querer, y en ese instante se sintió atrapada. Era como si Mariel la observara desde el pasado. Otro escalofrío le recorrió el cuerpo. Quiso negar, insistir en irse de inmediato, pero la fuerza tranquila de Gabriel y ese parecido insoportable la desarmaron.
Respiró hondo, cediendo con aparente naturalidad.
—Está bien, solo una hora más. —Giró hacia Evelin—. Pero procura llegar a tiempo, ¿me oyes?
Evelin sonrió, triunfante y agradecida.
—Sí, abuela, lo prometo.
La señora Weaver se levantó, arreglándose las faldas con manos temblorosas que disimuló lo mejor que pudo. Saludó primero a Gabriel con un leve asentimiento, luego a Marcos con una cordialidad automática, y finalmente a Evelin, a quien acarició la mejilla como si ese gesto pudiera ocultar la prisa que llevaba por salir.
Con pasos seguros se retiró del comedor, y un instante después el eco de la puerta cerrándose anunció su partida.
El silencio que quedó se sintió casi como un alivio. Evelin respiró más tranquila y, girándose hacia Gabriel, le sonrió con un dejo de gratitud.
—Gracias —dijo en voz baja—. Gracias por hacer esto por mí, por soportar la manera en que mi abuela nos observa como si estuviéramos a prueba.
Gabriel ladeó la cabeza, sorprendido por la sinceridad en su tono. Antes de que pudiera responder, Evelin extendió una mano y apoyó suavemente la palma contra su mejilla. Él no se apartó; al contrario, esa calidez lo envolvió y, sin proponérselo, se dejó llevar por la ternura de aquel contacto.
—No tienes idea de lo que significa para mí —continuó Evelin, con los ojos fijos en los suyos—. Eres un buen hombre, Gabriel. No lo olvides nunca.
Por un instante, él se quedó callado, atrapado en esa intensidad tan inocente y dulce. Sus labios se curvaron apenas en una sonrisa cálida, de esas que no le regalaba a cualquiera.
—Si es por tu abuela —replicó al fin, con voz serena—, lo haría siempre.