Evelin se despidió de Gabriel con un beso rápido en los labios antes de subir al carruaje que la devolvería a su hogar. El vehículo partió, levantando una estela de polvo en el camino.
Al entrar de nuevo en la casa, Gabriel se dirigió a la biblioteca. Lo sorprendió encontrar a Marcos allí, sentado tras el escritorio, con una copa en la mano. La luz de las lámparas resaltaba el ceño fruncido y la firmeza de su postura.
Gabriel arqueó apenas una ceja, pero no dijo nada. Caminó hasta el sillón largo y se dejó caer en el con deliberada calma. Cruzó una pierna sobre la otra, extendió los brazos por el respaldo y, con una media sonrisa, sostuvo la mirada de Marcos.
—Bien —murmuró, con un dejo de diversión—. ¿De qué querías hablar?
Marcos no apartó los ojos de él, como si buscara leerle hasta el pensamiento. Dio un sorbo lento a su vino antes de responder:
—De lo que pasó en la mesa. De cómo la señora Weaver no dejaba de mirarte. Parecía que reconocía algo en ti.
Gabriel dejó escapar una risa corta, sin alegría, y se inclinó apenas hacia adelante.
—También lo noté. Supongo que habrá visto en mí algo de mi madre. Me sorprende, más bien, que le haya tomado tanto tiempo.
Marcos apretó la copa entre los dedos, dejando que el silencio pesara unos segundos.
—¿Y no te preocupa que se ponga a averiguar? Esa mujer no es de las que se conforman con una sospecha.
Gabriel lo miró fijamente, con una chispa de burla en los ojos.
—¿Quién carajos crees que soy? —soltó con ironía, ladeando la cabeza—. ¿Un idiota que no previó esta situación?
Marcos bebió otro trago, esta vez más corto.
—No, pero no sé de lo que es capaz esa mujer. No deberías subestimarla.
Gabriel sonrió con calma, apoyándose de nuevo contra el respaldo.
—La pregunta es ¿crees que ella podría vencerme en mi propio juego?
Marcos sostuvo la mirada unos segundos, en silencio, antes de encogerse apenas de hombros.
—Lo que creo —dijo finalmente, con voz grave—, es que si alguien va a intentarlo, será ella.
Gabriel, con un gesto tranquilo, lo miró.
—Si esa mujer decide hurgar en mi vida —dijo al fin, con voz serena— lo único que encontrará serán respuestas a medias, recuerdos inventados y verdades tan torcidas que jamás podrá desenredarlas.
Marcos lo observó, con la copa ya medio vacía, y frunció apenas el ceño.
—A veces pienso que todavía hay cosas que no me has dicho.
Gabriel soltó una risa baja, inclinando la cabeza como si aceptara la acusación sin discutirla.
—Mi ambición es mi guía —murmuró con calma, casi como una sentencia—, y mi éxito mi única meta. No necesito más.
El silencio volvió a caer.
Marcos no replicó nada; solo asintió despacio, como quien entiende que no obtendrá más respuestas. Se levantó del escritorio y caminó hasta él. Le tendió la copa de vino.
—Tómala —dijo sin más.
Gabriel la recibió con una sonrisa torcida, sus dedos rozando apenas los de él en el intercambio.
Marcos se dirigió hacia la puerta. Antes de salir, se giró un instante.
—Por cierto… —dejó caer con una chispa irónica en la voz—, acomódate el cabello. Estás despeinado.
El comentario, tan cargado de insinuación, quedó flotando en el aire mientras él salía de la biblioteca, dejando a Gabriel con la copa en la mano y una sonrisa que se expandía, entre divertida y peligrosa.
….
Apenas llegó a su casa, Evelin fue directa a la sala de costura. Encontró a su abuela inclinada sobre un bordado, con la luz tenue de la tarde bañando la habitación.
—Abuela —dijo Evelin, acomodándose a su lado—, vine a contarte cómo siguió el té después de que te fuiste.
La señora Weaver alzó la vista un instante, con una sonrisa tranquila.
—Ah, sí… me intrigaba saber. ¿Todo estuvo bien?
—Más que bien. —Evelin sonrió—. Gabriel estuvo encantador. Siempre tan atento, tan inteligente —Se inclinó un poco hacia adelante, como buscando complicidad—. ¿Ya viste que siempre se comporta como un caballero conmigo?
La mujer asintió suavemente.
—Eso noté mientras estuve allí. Fue correcto en todo momento.
—¿Entonces ya estás convencida? —insistió Evelin con brillo en los ojos—. Siempre me respeta, nunca da un paso en falso.
—Sí, querida. —La señora Weaver volvió a clavar la aguja en la tela—. Puedes sentirte segura a su lado.
Evelin suspiró satisfecha.
—Me alegra que lo digas. Sabía que ibas a darte cuenta tarde o temprano.
La señora Weaver sonrió apenas, aunque por dentro la incomodidad persistía: había algo que aún la inquietaba, un parecido imposible de ignorar. Pero no dejó que nada de eso asomara en su semblante.
—Y dime… —continuó Evelin, arqueando una ceja—, ¿qué pensaste de Marcos? A mí no me agrada. ¿No notaste algo raro en él?
Su abuela alzó la cabeza con un gesto sorprendido.
—¿Raro? No, hija. Al contrario. Me pareció un joven simpático. Tiene comentarios graciosos y parece saber desenvolverse.
—¿Simpático? —bufó Evelin, cruzándose de brazos—. Yo lo encuentro insoportable.
La señora Weaver le sostuvo la mirada con calma, aunque con un tono suave de reproche.
—No deberías ser tan dura. No tiene que caerte bien, pero eso no significa que no tenga sus virtudes.
Evelin giró el rostro hacia la ventana, fastidiada, mientras su abuela volvía al bordado con la serenidad de siempre.
—De todas maneras, Evelin —continuó con tono suave pero firme—, recuerda ser prudente con Gabriel. Él parece correcto, sí, pero nunca está de más comportarse con recato.
Ella rodó un poco los ojos, aunque sin perder la sonrisa.
—Lo sé, abuela. No te preocupes.
Se levantó con un aire ligero y, tras darle un beso en la mejilla, salió rumbo a su habitación.
La señora Weaver quedó unos segundos en silencio, observando cómo el bordado se deslizaba entre sus dedos sin que realmente lo mirara. Luego dejó la labor a un lado, se levantó y fue en busca de su esposo.