Herencia el destino está escrito o puede cambiarse.

Capitulo 45

Esa mañana, la casa bullía con un movimiento inusual. Marcos ya llevaba un buen rato despierto, dando indicaciones a los sirvientes sobre el cuidado de cada rincón durante su ausencia. Revisaba con atención que no quedara nada fuera de lugar, indicaba que las ventanas estuvieran aseguradas y que el jardín recibiera el mantenimiento adecuado.

Afuera, Gabriel supervisaba con calma que las maletas fueran acomodadas en el carruaje. Su mirada recorría cada bulto, asegurándose de que nada faltara.

Marcos salió por fin, cerrando la puerta tras de sí con un suspiro satisfecho.
—Todo está listo. La casa quedará en orden.

Gabriel lo observó un instante y asintió con una leve sonrisa.
—Y aquí también, todo cargado. No habrá nada de qué preocuparse.

Ambos subieron al carruaje, que se puso en marcha rumbo a la estación. Las calles todavía estaban medio desiertas a esa hora temprana, apenas con algunos comerciantes preparando sus puestos y el humo de las chimeneas empezando a dibujar columnas grises en el aire frío de la mañana.

Al llegar, el bullicio de la estación los recibió: viajeros apresurados, vendedores ambulantes ofreciendo comida caliente y periódicos, silbatos y vapor escapando bajo las enormes arcadas de hierro. El tren aguardaba imponente, y los caballos de los carruajes resoplaban inquietos con tanta gente alrededor.

Cuando por fin abordaron el vagón de primera clase, un asistente se encargó de acomodar las maletas en los compartimentos superiores. Marcos se dejó caer en uno de los mullidos asientos tapizados en terciopelo, dejando escapar un resoplido de satisfacción. Miró alrededor y, al notar la absoluta quietud del vagón, bromeo:

—¿Será que espantamos a los demás pasajeros?

Gabriel, aún de pie, ajustaba la última maleta en su sitio con cuidado. Giró la cabeza y, divertido, le devolvió la risa.
—No, nada de eso. Compré todos los boletos de este compartimento.

Marcos parpadeó, sorprendido.
—¿Todos? ¿Y para qué semejante capricho?

Gabriel se acomodó finalmente en el asiento frente a él, cruzando una pierna sobre la otra.
—Prefiero llamarlo invertir en tranquilidad. Quiero viajar cómodo, sin miradas curiosas ni interrupciones innecesarias.

Marcos lo contempló un instante y terminó por sonreír, divertido.
—Definitivamente, tus extravagancias nunca dejan de sorprenderme.

Gabriel arqueó apenas una ceja, con una mueca que se parecía demasiado a una sonrisa contenida.
—Lo verás, al final me lo agradecerás.

El tren lanzó un silbido largo y, poco después, el vagón comenzó a sacudirse suavemente, marcando el inicio del viaje. Ese era apenas el primer tramo que los esperaba: debían llegar hasta el puerto, donde abordarían un barco de vapor, y luego otro tren los conduciría finalmente a París.

Durante el viaje, Gabriel leía un libro con la serenidad de quien parece ajeno a todo lo que lo rodea. Marcos, en cambio, miraba distraído por la ventana, dejando que el paisaje le despejara la mente. De pronto, algo a lo lejos captó su atención.

—Mira —dijo inclinándose un poco hacia el vidrio, señalando con el dedo—, una manada de caballos.

Gabriel levantó la vista del libro.
—¿Dónde? —preguntó, entornando los ojos.

—Desde aquí se ve mejor —respondió Marcos, sin apartar el dedo del cristal.

Gabriel cerró su libro, se puso de pie y, en lugar de forzar la vista desde su asiento, fue a sentarse a su lado. Desde allí pudo seguir el gesto de Marcos y descubrió el grupo de caballos galopando en la lejanía, levantando una nube de polvo sobre el campo.

—Tienes razón —murmuró con una leve sonrisa—. Es una vista magnífica.

Marcos notó de inmediato la cercanía; el hombro de Gabriel rozaba casi el suyo. No dijo nada, aunque su pecho se apretaba con una tensión que procuraba disimular.

Gabriel, en cambio, abrió el libro de nuevo, como si hubiese decidido quedarse allí sin más.

—¿Y no piensas volver a tu asiento? —preguntó Marcos en tono de broma, forzando una sonrisa.

Gabriel rió suavemente, sin levantar la vista de la página.
—No. Ya estoy cómodo aquí.

A medida que el vaivén del tren los arrullaba, Marcos comenzó a cabecear suavemente. Gabriel lo notó de reojo: los párpados pesados, la respiración cada vez más lenta. No dijo nada; intuía que el cansancio lo había alcanzado después de levantarse tan temprano.

Pasaron apenas unos instantes más antes de que el sueño lo venciera del todo. Y, tras unos minutos, en un movimiento inconsciente, la cabeza de Marcos se inclinó hasta quedar apoyada sobre el hombro de Gabriel.

Él, sorprendido al principio por el peso repentino, giró apenas el rostro y lo observó. Una sonrisa leve se dibujó en sus labios. No lo apartó, tampoco lo despertó; lo dejó descansar allí, como si aquel hombro le perteneciera.

Volvió a su lectura, cuidando cada movimiento. Pasaba las páginas con una lentitud inusual, procurando no sacudirlo. Cada vez que cambiaba de postura lo hacía apenas, midiendo el ángulo, para no interrumpir el sueño de su amigo.

En algún momento levantó la vista de las letras y lo miró de nuevo. Había algo desarmado en la expresión de Marcos al dormir, una calma muy apacible. Esa vulnerabilidad le arrancó a Gabriel una ternura inesperada. Fue entonces cuando, al inclinar un poco la cabeza, percibió el olor de su cabello: suave, con un dejo fresco a jabón y viento de la mañana. Respiró hondo, como si lo atrapara sin proponérselo, y pensó en silencio que era agradable.

El tren siguió su curso, y en ese compartimento vacío, solo quedaban el murmullo de las páginas, el sueño apacible de Marcos y aquella cercanía que Gabriel parecía no dispuesto a romper.

Unas horas después, el traqueteo constante del tren y la quietud de aquel vagón hicieron que Marcos, al fin, abriera los ojos. Lo primero que notó fue la rigidez en su cuello, lo segundo, la calidez del hombro sobre el que había estado apoyado. Se enderezó de golpe, parpadeando, como si no creyera la escena.




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