La llegada a París fue a horas insólitas, cuando la ciudad aún dormía bajo el manto oscuro de la madrugada. El carruaje de alquiler que los recogió en la estación avanzó por calles silenciosas, apenas iluminadas por faroles que dibujaban destellos amarillentos sobre los adoquines húmedos. Al cabo de un rato se detuvo frente a un hotel elegante, de fachada sobria pero majestuosa, coronada por balcones de hierro forjado.
Dentro, el vestíbulo reflejaba la luz de los candelabros, y un aire refinado impregnaba cada detalle; desde las alfombras en tonos profundos hasta las molduras doradas que adornaban el techo. Gabriel pidió dos habitaciones privadas, situadas en el mismo piso, justo una frente a la otra.
Antes de retirarse, ya en el pasillo, se miraron agotados.
—Descansa, Marcos —murmuró Gabriel.
—Buenas noches —respondió él, con una sonrisa cansada.
Cada uno entró en su cuarto, y el silencio volvió a apoderarse del hotel.
A la mañana siguiente, un golpe en la puerta despertó a Marcos. Apenas abrió los ojos, escuchó la voz de Gabriel.
—Vamos, ya es hora de levantarse. No querrás quedarte todo el día en la cama.
Marcos, aún medio dormido, se incorporó, abrió la puerta y lo vio de pie, impecable, con una expresión animada que contrastaba con su propio aspecto adormilado.
—Eres insufrible —bromeó, frotándose los ojos.
—Vístete, —replicó Gabriel, entrando sin pedir permiso— quiero que conozcamos la ciudad. Por cierto, ¿trajiste un traje para la fiesta de mañana por la noche?
—Sí, claro que traje uno —respondió Marcos, algo molesto por la desconfianza.
Gabriel se inclinó sobre el equipaje abierto a un costado y empezó a revisar. Sus manos apartaban camisas y pañuelos con orden meticuloso, hasta que algo captó su atención. Entre las prendas, apareció el libro de tapas gastadas. Lo tomó con cuidado, y al alzar la vista se encontró con Marcos rígido, en tensión.
—Así que siempre viajas con este libro —comentó con calma.
Marcos tragó saliva.
—Sí, siempre. Me acompaña a todos lados —dijo, tratando de sonar casual.
Gabriel, notando el nerviosismo, lo sostuvo unos segundos más en la mano, como si evaluara abrirlo. Pero finalmente, sin añadir palabra, lo devolvió a su sitio con un gesto medido. Volvió entonces a fijarse en el traje cuidadosamente doblado.
—Mmm… no está mal —murmuró evaluando la tela—, pero no sé si es lo suficientemente elegante para la ocasión.
Marcos frunció el ceño.
—¿Y qué propones?
Una leve sonrisa apareció en los labios de Gabriel.
—Que hoy, además de pasear, busquemos un traje nuevo para ti.
Marcos soltó un suspiro de alivio. No tanto por el traje, sino porque Gabriel había dejado el libro en paz.
Tras desayunar en el hotel, salieron a la calle. Pronto quedaron prendidos por la belleza de la ciudad: los bulevares amplios, los cafés que derramaban mesas a las veredas, el ir y venir de carruajes y peatones elegantes.
Caminaron durante horas, casi sin rumbo fijo, dejando que la curiosidad los guiará. Entraron a museos donde pasaron largo rato deteniéndose ante esculturas y pinturas; Marcos, se las ingeniaba para inventar historias alrededor de cada cuadro, arrancándole sonrisas a Gabriel. En el almuerzo, se detuvieron en un bistró sencillo, donde comieron entre risas y anécdotas, como en aquellos viejos tiempos en los que todo parecía girar solo alrededor de ellos dos. La ciudad, vibrante y llena de vida, se convirtió en un escenario perfecto para esa complicidad intacta.
Cuando la tarde ya avanzaba, se dirigieron hacia una sastrería elegante, con escaparates iluminados y telas finas exhibidas en estantes. Marcos se probó un traje nuevo, negro profundo con finos detalles satinados en la solapa, acompañado de un chaleco gris perla que realzaba el contraste. La tela caía con elegancia, delineando sus hombros y su porte erguido. De pie frente al gran espejo, él se observaba mientras el sastre ajustaba los últimos detalles con alfileres.
Gabriel, a unos pasos, lo contemplaba con detenimiento, brazos cruzados y mirada crítica. El alfayate murmuró satisfecho:
—La caída es impecable, monsieur.
Gabriel asintió despacio.
—Sí, este es el indicado.
Marcos, notando la atención que le daba Gabriel, arqueó una ceja con picardía.
—Me estás evaluando como si fueras tú quien se pondrá este traje.
Gabriel dejó escapar una breve sonrisa, sin apartar la mirada, y bromeó.
—Es que disfruto mirarte. Cada movimiento, cada gesto que haces… es un vicio que tengo.
Marcos rió suavemente y giró apenas hacia él.
—Entonces más te vale que no te canses pronto, porque no pienso dejar de moverme.
Gabriel sonrió guiñandole un ojo. El gesto fue rápido, apenas un destello, pero suficiente para que Marcos lo notara y que el modisto, que seguía midiendo la caída de la tela, también levantara la mirada con un dejo de desconcierto.
Marcos, divertido por la reacción, no pudo resistirse.
—Tranquilo, monsieur, no se alarme. No mordemos… al menos no sin permiso.
El hombre abrió los ojos y carraspeó, apretando un alfiler con más fuerza de la necesaria. Gabriel le lanzó a Marcos una mirada seria, apenas inclinando la cabeza.
—Compórtate —murmuró con voz baja, firme.
Marcos sonrió de oreja a oreja, encantado con la tensión que había generado.
—¡Vamos!, la ocasión lo ameritaba.
El sastre fingió no escuchar y se ocupó de tomar otra medida en silencio, aunque se notaba en su gesto lo incómodo que estaba. Gabriel negó suavemente con la cabeza, pero en la comisura de sus labios se adivinaba una sonrisa contenida.
La compra concluyó entre bromas y miradas cruzadas. El caballero, con gesto algo incómodo, se despidió de ellos con reverencias apresuradas, mientras Marcos, aún divertido, soltaba un último comentario burlón que hizo que Gabriel negara con la cabeza, ocultando una sonrisa reprimida. Con el paquete bajo el brazo y la tarde cayendo, ambos regresaron al hotel.